Pasado
el asombro que la resurrección de Cristo había producido en el ánimo de los
primeros discípulos, éstos se pusieron de nuevo a pensar en la marcha que seguiría
el reino de Dios en el mundo. Siempre abrigando la idea de que Cristo iba a
librar a Israel del poder de sus dominadores, le dirigieron esta pregunta:
"Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?". Pregunta
que, como alguien ha dicho, revela más bien el patriotismo y particularismo
judaico de los discípulos, que un conocimiento de la universalidad y
espiritualidad de la obra del evangelio. El señor les respondió: "No os
toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola
potestad; pero recibiréis, poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu
Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo
último de la tierra". (Hechos 1; 6-7).
Lucas,
que relata este diálogo, dice que Jesús, habiendo dicho estas cosas, fue
alzado, y una nube le recibió y le quitó de los ojos de los discípulos.
La
misión de los cristianos no sería la de especular sobre acontecimientos; no les
tocaba enredarse en cuestiones de fechas, de años, meses y días. La misión que
se les encomendaba era la de ser testigos. Tenían que ser testigos de lo que
Cristo había sido en el mundo; testigos de su vida santa y de su pureza
perfecta; testigos de las señales, prodigios y maravillas que había obrado; y
sobre todo testigos de su gloriosa resurrección de entre los muertos.
Este
testimonio lo darían no sólo en el suelo natal. Franqueando los límites de
Judea y de Samaria, tenían que ir a todos los pueblos del mundo, y hasta lo
último de la tierra, para predicar el evangelio a toda tribu y en toda lengua.
Detengámonos
ahora para lanzar una mirada sobre el mundo de aquel entonces, y recordar
brevemente cuáles eran las ideas religiosas y filosóficas más populares de los
pueblos ante quienes tenían que ser testigos.
Ideas
religiosas y filosóficas
En
materia religiosa, los judíos eran los más adelantados del mundo. Poseían los
divinos oráculos del Antiguo Testamento. El culto mosaico era la expresión
religiosa más perfecta a que habían llegado los hombres. Los profetas habían anunciado
el advenimiento de un Mesías, y la esperanza de Israel estuvo durante largos
siglos fija en el cumplimiento de esta promesa.
El
judaísmo se hallaba dividido en tres ramas: fariseísmo, saduceísmo y esenismo.
Los
fariseos eran los ortodoxos de la nación. Para ellos la religión consistía en
el cumplimiento estricto y legal de ritos y ceremonias. Sumamente orgullosos de
la posición que asumían, se ligaban a prácticas externas, murmuraban sus
oraciones, multiplicaban sus ayunos, ensanchaban las filacterias, es decir, las
cintas con textos bíblicos escritos que se ceñían en la frente, y hacían gran
alarde de una piedad que estaban muy lejos de poseer interiormente. Tenían
mayoría en el Sanedrín, el congreso de los judíos, y ejercían más influencia sobre
el pueblo que otros partidos.
Los
saduceos, o discípulos de Sadoc, formaban la minoría de oposición. Rechazaban
las tradiciones que imponían los fariseos, así como los libros de los profetas,
admitiendo sólo los cinco libros de la Ley. Negaban la vida futura, la
inmortalidad del alma, y la existencia de ángeles y espíritus. Eran poco
numerosos y de poca influencia.
Los
esenios eran una especie de monjes que, unos dos siglos antes de Cristo,
buscaron en las soledades del Mar Muerto un refugio donde estar al abrigo de la
corrupción reinante. De ahí se extendieron también a otros de Palestina. Vivían
en el celibato, sumidos en un profundo misticismo, llevando una vida
contemplativa y en completo antagonismo con la sociedad. Sin suprimir en
absoluto la propiedad individual, vivían en comunidad. Eran industriosos,
caritativos y hospitalarios.
Por otra
parte, estaba el mundo pagano. Grecia y Roma aun en los mejores días de su
gloria no pudieron librarse del culto grosero que se denomina paganismo. Este
culto variaba mucho según las épocas y los países que lo profesaban, de modo
que se requerirían muchos volúmenes para describirlo. En los días de los
apóstoles y en los países donde ellos iban a actuar, consistía en la adoración
de dioses imaginarios que representaban por medios de estatuas a las que el
vulgo y los sacerdotes atribuían poderes sobrenaturales.
En
Grecia la divinidad principal era Zeus a quien llamaban padre de los dioses, y
fecundador de la tierra. Residía en las nubes y en el Olimpo junto con una
multitud de semidioses y héroes.
En Roma
era Júpiter el que ocupaba el primer lugar. Lo miraban como al dios del cielo y
de la tierra y creían que de su voluntad dependían todas las cosas.
La idea
de la moral no estaba para nada en el culto pagano. Los dioses eran solamente
hombres y mujeres de gran tamaño y dotados de mucha fuerza. Eran grandes en
poder y también grandes en crímenes y pasiones. Júpiter era adúltero e
incestuoso. Venus era la personificación de la voluptuosidad y de la belleza
carnal. Baco representaba las ideas del placer, de la alegría, de las
aventuras, y de los triunfos ganados con facilidad. Tertuliano, escribiendo a
los paganos, les dice que el infierno está poblado de parricidas, ladrones,
adúlteros, y seres hechos a semejanza de sus dioses.
Cada
nación y cada provincia tenían sus dioses favoritos. Había dioses de las
montañas y de los llanos; dioses de los mares y la tierra; dioses de los
bosques y de las fuentes; dioses celestiales, terrenales e infernales.
En Roma
se adoraban las imágenes de los emperadores. Se levantaban templos y altares
para conmemorar sus grandezas. Calígula, el infame, se proclamó a sí mismo un
dios, y Roma lo adoraba como tal. Finalmente, Roma se adoraba a sí misma, y se
hacía adorar por los pueblos que subyugaba. Era a la vez idólatra e idolatrada.
Pero en
medio de este desorden hubo algunos filósofos que alcanzaron a entrever cosas
mejores. No todos se contentaron con las viandas mal servidas del paganismo.
Recordemos aquí algunos de estos sabios:
Sócrates.
- Fue el más sabio y el mejor de los filósofos paganos. Tal vez ningún otro
gentil estuvo tan cerca de la verdad como él. Tenía un profundo y sincero
sentimiento de su ignorancia. Le animaba una sublime resignación, y en los
momentos tristes de su vida disfrutó de la calma que produce la esperanza de la
vida futura. No hubo pagano que tanto se acercara al espíritu del Evangelio que
Cristo predicó cuatro siglos después.
Platón.
- Este ilustre discípulo de Sócrates, intelectual -mente remontó a alturas nunca
sospechadas ni aun por su maestro. Supo juntar los elementos producidos por la
brillante inteligencia de Sócrates, y combinándolos con los suyos propios,
formó el sublime sistema de filosofía universal que figura como el esfuerzo más
heroico hecho por la mente humana. Enseñó que el bien supremo reside en la
divinidad y que el alma humana puede ponerse en contacto con ella.
Aristóteles.
- Creó un sistema que tuvo gran influencia y contribuyó grandemente a difundir
estos conocimientos, elevando el nivel intelectual de su época. Fue el último
de los grandes filósofos y con su muerte se extinguió aquel foco de sabiduría
que durante varios siglos estuvo encendido en la antigua Grecia.
Cuando
Pablo dice que la sabiduría de este mundo es necedad para con Dios, no se
refiere a los sabios del tipo que hemos mencionado, sino a los numerosos
sofistas y hombres superficiales, que alimentan el orgullo de una vana
filosofía.
Los
cristianos, pues, tenían que ser testigos de su Señor y Maestro en medio del
formalismo, del orgullo judaico, y en un mundo sumido en el más grosero y
absurdo paganismo.
Ese era
el inmenso campo de batalla donde pelearía la buena pelea de la fe.
Testigos
en Jerusalén.
Era
menester empezar a dar testimonio en la ciudad que, enfurecida, había pedido la
muerte del Hijo de Dios. "Los enemigos se jactaban de haber desterrado a
Cristo para siempre jamás; pero he aquí que reaparece en la escena, se pasea
por las calles, visita el templo, cura los enfermos y perdona los
pecados." Era en las personas de los suyos que el Señor se manifestaba de
nuevo en la ciudad donde había sido desechado.
Cristo
ascendió a los cielos desde Betania, la aldea de Lázaro, de Marta y de María, y
de ahí sus discípulos se fueron a Jerusalén para esperar "la promesa del
Padre", es decir, la venida del Espíritu Santo.
Diez
días permanecieron juntos, hombres y mujeres, orando y velando. El día de
Pentecostés, cincuenta días después de la muerte del Señor, vino un estruendo
del cielo y la casa donde estaban reunidos se llenó como de un viento recio que
corría, y se les aparecieron lenguas como de fuego que se asentaron sobre la
cabeza de cada uno de ellos. Era la manifestación del Espíritu Santo asumiendo
la forma de los elementos más poderosos de la naturaleza: el viento y el fuego.
El
estruendo producido por el ímpetu del viento, atrajo una multitud al sitio
donde estaban congregados. Como eran los días de una de las grandes
solemnidades, se hallaban reunidos en Jerusalén judíos venidos de todos los
países. Los discípulos habían recibido el don de lenguas, y la multitud estaba
perpleja oyéndolos hablar idiomas desconocidos en Galilea y en Judea. Los más
serios se detenían a pensar sobre lo que podía significar ese hecho tan raro,
pero los frívolos se contentaban con decir que estaban llenos de mosto.
Pedro
tomó la palabra, y este mismo hombre que tan pusilánime se había mostrado
cuando negó a Cristo, lleno de poder y de vida, expuso a la multitud lo que
aquel hecho significaba, recordándoles que el Cristo, al cual habían entregado
y crucificado, había sido levantado por Dios, conforme a lo que los profetas
habían hablado.
La
multitud, compungida de corazón al oír sus palabras clamó diciendo:
"Varones hermanos, ¿qué haremos?" Pedro entonces les señala el camino
del arrepentimiento, y tres mil almas en aquel día aceptan y confiesan a
Cristo. Así nació la iglesia de Jerusalén, iglesia llamada a tener una corta
pero gloriosa carrera.
La vida
de esta iglesia la tenemos narrada por Lucas en estas palabras:
"Y
perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en
el partimiento del pan y en las oraciones.”
"Y
sobrevino temor a toda persona; y muchas maravillas y señales eran hechas por
los apóstoles. Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común
todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes y lo repartían a todos
según la necesidad de cada uno.”
"Y
perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas,
comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo
favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que
habían de ser salvos" (Hechos 2:42, 47).”
La
primera iglesia cristiana era, como vemos, una iglesia que aprendía la doctrina
escuchando la enseñanza de los apóstoles; una iglesia que vivía en comunión,
celebrando sus cultos en los que eran la parte principal el rompimiento del pan
y las oraciones; una iglesia que practicaba la fraternidad haciendo que los más
pobres participasen de los bienes de los más afortunados. En la actividad
exterior esta iglesia no cesaba de dar testimonio a los inconversos, y el poder
de Dios se manifestaba obrando diariamente conversiones que venían a aumentar
el número de los que componían la hermandad. En esta iglesia se ve en forma
admirable: la vida religiosa, en su trato con Dios; la vida fraternal, en su
trato con los hermanos, y la vida misionera, en su trato con el mundo.
Las
pruebas destinadas a intensificar el fervor de los nuevos convertidos no se
dejarían esperar mucho tiempo. A raíz de la curación de un cojo de nacimiento a
las puertas del templo, y de la predicación que siguió a este milagro, Pedro y
Juan son encarcelados, y al día siguiente tienen que comparecer ante el
Sanedrín. Este era un tribunal judío que funcionaba en Jerusalén y el cual los
romanos habían respetado. Lo componían setenta y un miembros, de entre los
ancianos, escribas y sacerdotes, bajo la presidencia del sumo sacerdote. Era el
mismo tribunal ante el cual había comparecido el Señor. Pedro, lleno de
Espíritu Santo, habló a este cuerpo, y allí levantó al Cristo, anunciando que
"en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo,
dado a los hombres, en que podamos ser salvos".
El
Sanedrín les intimó que guardasen silencio, prohibiéndoles hablar en el nombre
de Jesús, a lo que ellos contestaron que no era justo obedecer a los hombres
antes que, a Dios, y que no podían dejar de hablar de aquellas cosas que habían
visto y oído.
Poco
tiempo después es Esteban quien comparece ante el Sanedrín. Su testimonio fue
noble, juicioso y brillante, pero la furia de los judíos se desencadenó sobre
él. Arrastrado fuera de la ciudad fue apedreado por la turba inconsciente.
Después de haber invocado a Jesús e implorado que no les fuese imputado ese
crimen a sus verdugos, "durmió".
El
nombre Esteban significa corona. Hay una perfecta analogía entre el nombre que
llevó en la tierra y la corona de la vida prometida por el Señor a los que son
fieles hasta la muerte. Esteban fue el protomártir del cristianismo; primicias
de aquella multitud que en todos los siglos y en todos los países moriría por
el testimonio de Jesucristo.
El
martirio de Esteban fue la primera señal de una violenta persecución que desoló
a la iglesia de Jerusalén. Sus miembros, salvo los apóstoles, fueron esparcidos
por las tierras de Judea y de Samaria.
Saulo de
Tarso asolaba a la iglesia, entrando por las casas de los creyentes y
encarcelando a hombres y mujeres.
Jacobo,
hermano de Juan, murió mártir, cayendo bajo el cuchillo de Herodes.
Pero a
pesar de todo, Lucas pudo escribir estas líneas alentadoras: "Pero la
palabra del Señor crecía y se multiplicaba". (Hechos 12:24).
Nada de
exageración hay al decir que Pablo fue "el hombre que ha ejercido mayor
influencia sobre la historia del mundo".
Este
apóstol nació en la ciudad de Tarso de Cilicia. Sus padres eran judíos y se
ignora desde qué época se hallaban habitando la culta ciudad helénica.
Si
cuando Saulo se convirtió tenía, como es probable, unos treinta años, y si este
hecho ocurrió alrededor de los años 36 ó 37 de la era cristiana, podemos fijar
la fecha de su nacimiento, más o menos por el año 7, cuando Jesús contaba unos
10 u 11 años de edad, y vivía en Nazaret con sus padres.
El
nombre Saulo significa deseado, de lo que algunos han inferido que su
nacimiento fue objeto de anhelos que tardaban en realizarse. El nombre Pablo
era probablemente el nombre latino con que era conocido entre los paganos de la
ciudad.
La
familia de Saulo militaba en las filas del fariseísmo, y el niño fue destinado
a seguir la carrera de rabino. Con este fin se confió su preparación
intelectual y religiosa al judío más ilustre de su tiempo, el célebre Gamaliel,
a quien sus compatriotas llamaban "el esplendor de la ley". Tenía en
Jerusalén una escuela que contaba con 1.000 discípulos; 500 que estudiaban la
ley del Antiguo Testamento, y 500 literatura y filosofía. El consejo prudente
que dio al Sanedrín, cuando comparecieron los apóstoles (Hechos 5:34-40), es un
rasgo de la sabiduría que le caracterizaba. Pablo nos da cuenta de su educación
a los pies del gran maestro, para quien siempre conservó la mayor veneración y
estima. (Hechos 22:3.)
Además
de sus estudios teológicos, Saulo tuvo que aprender un oficio manual. El mismo
Gamaliel decía que el estudio de la ley, cuando no iba acompañado del trabajo,
conducía al pecado. Los rabinos tenían que hallarse en condición de enseñar
gratuitamente cuando fuese necesario, y por eso siempre adquirían un oficio con
el cual poder ganar la vida. Saulo aprendió a coser tiendas, y sabemos cuan
útil le fue este conocimiento cuando se vio privado de las riquezas terrenales
que abandonó por amor a Cristo.
Varias
expresiones de sus epístolas (por ejemplo, Tito 1:12), y su discurso en el
Areópago de Atenas, demuestran que estaba familiarizado con la literatura
griega que se leía y comentaba en sus días.
Su
origen judaico, el ambiente helénico que le circundó en su infancia, y la
ciudadanía romana que poseía por nacimiento (Hechos 22:25), le abrían todas las
puertas y podía dirigirse a los sabios del más alto tribunal de Atenas, a los
venerables ancianos del Sanedrín de Jerusalén, y a los soberbios romanos que
componían el gran tribunal de Nerón, sin ser para ellos extranjeros.
Cuando
Saulo estaba en todo el esplendor de su ardiente fariseísmo, la iglesia de
Jerusalén llenaba la ciudad de la doctrina del Salvador. Saulo, furioso como un
león rugiente, se constituyó en instrumento de la persecución. Lucas en los
Hechos, y Pablo mismo en sus Epístolas, nos dan un cuadro vivo de la actividad
inquisitorial del joven fariseo.
Cuando
Esteban era apedreado, Saulo estaba presente. Lucas dice que Saulo
"asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba hombres y
mujeres, y los entregaba en la cárcel'' (Hechos 8:3). Recordando su triste
pasado, dice Pablo a los judíos: "Yo ciertamente había creído mi deber
hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret: lo cual también hice
en Jerusalén; y yo encerré en cárceles a muchos de los santos, recibida potestad
de los príncipes de los sacerdotes; y cuando eran matados yo di mi voto".
(Hechos 26:9-10.) De la frase "yo di mi voto" muchos intérpretes han
deducido que Saulo era miembro del Sanedrín. Otros creen que es lenguaje
figurado y que sólo alcanza a significar que aprobaba lo que se hacía. Estos
actos fueron repetidos con frecuencia, pues él mismo dice: "Y muchas veces
castigándolos por todas las sinagogas''. El odio al Salvador y el carácter
violento de sus persecuciones se ve en estas palabras: "Los forcé a blasfemar;
y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades
extrañas". Su fama de perseguidor era notoria aun fuera de Jerusalén.
Ananías
en Damasco pudo decir: "Señor, he oído de muchos acerca de este hombre,
cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén; y aun aquí tiene autoridad de
los principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu
nombre." (Hechos 9:13-14.) En la Epístola a los Gálatas dice: "que
perseguía sobremanera a la iglesia de Dios, y la destruía". (Gal.1:13.) En
Filipenses 3:6, se llama a sí mismo "perseguidor de la iglesia".
Digamos,
sin embargo, que Saulo "persiguió con maldad, pero no por maldad. Le
animaba la mejor intención del mundo, y creía estar sirviendo a Dios cuando
defendía la teocracia, la ley y el templo.
Yendo
Saulo ocupado en su tarea de perseguidor de los santos, Jesús le salió al
encuentro en el camino de Jerusalén a Damasco, y le dijo: "Saulo, Saulo;
¿por qué me persigues?" Una luz superior a la del sol lo envolvió y él
cayó herido de ceguera a causa del gran resplandor que había visto. Al caer
Saulo, cayó juntamente todo el edificio de su fariseísmo, y la ceguedad que le
hirió, dijo Crisóstomo, "fue necesaria para que pudiese alumbrar al
mundo".
La
conversión repentina de Saulo es una de las grandes pruebas del cristianismo.
El
tímido redil del Señor no podía creer que el león se había convertido en
cordero, pero la oportuna intervención de Bernabé hizo que Saulo fuese recibido
por los apóstoles y reconocido como uno de los que habían pasado de muerte a
vida.
Saulo
estuvo algunos días con los discípulos en Damasco, luego pasó un período de
tres años en Arabia, volvió a Damasco, visitó a Jerusalén y a Tarso, y después
le hallamos en Antioquia, de donde irradiaría la luz suave y bienhechora del
evangelio a todas partes del imperio romano.
Lucas
nos da cuenta de sus viajes atrevidos, largos, y frecuentes. En completa
sumisión al Señor, iba Pablo, de ciudad en ciudad, predicando a Cristo
crucificado. A veces su permanencia en un lugar era cosa de días, a veces de
años enteros. Bernabé, Silas, Marcos, Timoteo, Lucas y otros le acompañaban en
estas expediciones misioneras. Lo hallamos en Tesalónica, en Corinto, en
Atenas, en Efeso, en Jerusalén, y finalmente en Roma. Las sinagogas de sus compatriotas,
ya en aquel tiempo numerosas en todos los grandes centros de población, le
presentaban la oportunidad de anunciar, "al judío primeramente", que
no habiéndoles sido posible ser justificados por las obras de la ley, podían
ahora creer en el Mesías que había sido crucificado, el justo por los injustos,
y ser justificados por la fe. Pero como apóstol de los gentiles, de la sinagoga
pasaba a las calles, a las casas, a los mercados, a las escuelas, y anunciaba
aquella perfecta salvación que predicaba por mandato divino. Los azotes, las
cárceles, los tumultos, las turbas enfurecidas, no le hacían desmayar, y como
desafiando a todos estos obstáculos, seguía fielmente en su misión, sabiendo
que era Dios quien le había encargado esa tarea, lo que le hacía exclamar:
"¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!" El poder de Dios acompañaba
su predicación, y las almas se agrupaban en torno suyo para oír la verdad que
defendía con tanta vehemencia.
Muchos
judíos se convertían, rompiendo con el yugo de la ley, y muchos gentiles
arrojaban a los topos y a los murciélagos sus ídolos de plata y de oro para
convertirse y servir al Dios vivo y verdadero y esperar a su Hijo de los
cielos. Por todas partes se organizaban iglesias, a las cuales Pablo cuidaba
desde lejos por medio de sus oraciones y de la enseñanza que les comunicaba en
las epístolas que enviaba por mano de sus fieles colaboradores. Jamás hombre
alguno supo estar en tantos lugares al mismo tiempo y extender su influencia a
regiones tan dilatadas.
Los
Hechos terminan con la llegada de Pablo a la ciudad de los Césares, donde, a
pesar de estar preso, supo llenarlo todo del evangelio de Cristo, consolar a
los que venían a verle, y proseguir su actividad literaria, produciendo las
páginas más sublimes que hayan sido escritas por la mano del hombre.
La
historia de los últimos años de la vida de Pablo, es decir, desde su llegada a
Roma hasta su muerte, se halla envuelta en la niebla de la tradición, y el
historiador no teniendo ya a un Lucas que le guíe, tiene que seguir a tientas
por el camino cuyo plano desea trazar.
El
primer combate en Roma.
Nunca ha
podido comprobarse quienes fueron los primeros que sembraron en Roma la
simiente del evangelio, pero como esta ciudad era el centro a donde iban a
parar todas las cosas buenas y malas que producía el mundo, no está fuera de
lugar suponer que algunas personas que conocieron el camino de la vida en
Oriente, habiéndose radicado en Roma, por razones de comercio y de trabajo,
fueron los primeros en dar testimonio y ser el principio de la fundación de una
iglesia cristiana.
Los
sostenedores del papado han hecho esfuerzos para demostrar que Pedro llegó a
Roma por el año 42, siendo Claudio emperador, donde hubiera permanecido 25
años, y atribuyen a sus trabajos apostólicos el origen de la iglesia en esa
ciudad: "La mayoría de los escritores católicos, serios —dice F. Godet— e
independientes, combaten hoy día la idea de la permanencia de Pedro en Roma
bajo el reinado de Claudio."
Duchesne,
en su obra famosa puesta en el índice, a pesar de su predisposición al
romanismo, como fiel historiador dice: "¿Por qué manos fue arrojada la
simiente divina en esta tierra (Roma), en la cual tenía que dar frutos tan
prodigiosos? Probablemente siempre lo ignoraremos. Cálculos muy poco fundados
para merecer el sufragio de la historia, conducen al apóstol Pedro a Roma a
principios del gobierno de Claudio en el 42 o bajo Calígula en el 39."
Como
dice un antiguo testimonio, la fe cristiana se arraigó en Roma "sin ningún
milagro y sin ningún apóstol".
La
Epístola de Pablo a los Romanos es una prueba de que Pedro no fue el fundador
de la iglesia en esa ciudad y de que no residía en Roma cuando la Epístola fue
dirigida. Pablo, que tenía por norma no edificar sobre ajeno fundamento, no
hubiera escrito esa Epístola de carácter doctrinal a una iglesia que fuera el
fruto de los trabajos de su colega, y mucho menos hubiera dejado de mencionarlo
en las salutaciones que figuran en el último capítulo.
Sin la
intervención de Pedro, ni de Pablo, ni de ninguno de los apóstoles; sin clero,
sin jerarquías, sin autoridades eclesiásticas, la iglesia en Roma florecía y
daba un testimonio poderoso de la fe que profesaba. Por todas partes se
extendía su fama, y una propaganda activa se llevaba a cabo en aquel foco de
idolatría y corrupción.
La
llegada de Pablo, aunque prisionero, contribuyó a que muchos fuesen ganados al
Señor, lo que le permitió que desde el pretorio pudiese escribir estas palabras
a los cristianos de Filipos: "Las cosas que me han sucedido, han redundado
más bien para el progreso del evangelio."
Renán
describe así los adelantos del cristianismo en Roma: "Los progresos eran
extraordinarios; hubiérase dicho que una inundación, largo tiempo detenida,
hacía al fin su irrupción.
La
iglesia de Roma era ya todo un pueblo. La corte y la ciudad empezaban ya
seriamente a hablar de ella; sus progresos fueron algún tiempo la conversación
del día".
"En
cuanto al populacho soñaba con hazañas imposibles para ser atribuidas a los
cristianos. Se les hacía responsables de todas las calamidades públicas. Se les
acusaba de predicar la rebelión contra el emperador y de tratar de amotinar a
los esclavos. El cristianismo llegaba a ser en la opinión lo que fuera el judío
en la Edad Media: el emisario de todas las calamidades, el hombre que no piensa
más que en el mal, el envenenador de fuentes, el comedor de niños, el
incendiario. En cuanto se cometía un crimen, el más leve indicio bastaba para
detener a un cristiano y someterlo a la tortura. En repetidas ocasiones, el nombre
de cristiano bastaba por sí solo para el arresto. Cuando se les veía alejarse
de los sacrificios paganos, se les insultaba. En realidad, la era de las
persecuciones estaba ya abierta."
Los
romanos hasta entonces no se habían levantado contra los cristianos. Para ellos
el cristianismo era una secta judía, y como el judaísmo era lícito, no hallaban
motivos para molestar al nuevo partido. Pero bien pronto las cosas cambiarían
de tono. Vemos los acontecimientos que precedieron y prepararon la violenta tempestad
que iba a desencadenarse sobre la iglesia de Roma.
El año
54 subió al trono Nerón, cuando sólo contaba diecisiete años de edad. Las
intrigas de su madre Agripina le pusieron al frente de los destinos del mundo.
Desde un principio reveló un carácter extravagante que ha permitido que se
dijera de él, que era un personaje carnavalesco, una mezcla de loco y de bufón,
revestido de la omnipotencia terrenal y encargado de gobernar al mundo. Para él
la virtud era una hipocresía, y en el mundo no había otra cosa de valor sino el
teatro, la música y las artes. Era un desgraciado embriagado de su propia
vanagloria, consagrado a buscar los aplausos de una multitud de aduladores.
Formó la compañía llamada de los "caballeros de Augusto'' cuya misión era
la de seguir al loco emperador a todos sus actos de exhibición, y aplaudir
cualquier travesura que imaginase. Roma vio a su emperador ocupado en la tarea
de conducir carros en el circo; cantar y declamar en las tribunas, y disputarse
los premios musicales. Salía a pescar con redes de oro y cuerdas de púrpura, y
para ganar mayor popularidad hacía viajes por las provincias con el único fin
de exhibir en los teatros sus dotes de artista y declamador.
A estos
actos de locura hay que añadir otros de crueldad, tales como el asesinato de su
propia madre Agripina y el de su esposa Octavia, y la muerte de la bella Popea,
a la que mató de un puntapié en el vientre.
El
pueblo, por su parte, seguía entusiasta las locuras de Nerón. Ya no se
contentaba con oír a los artistas declamar sobre cosas obscenas; quería verlas
representadas en cuadros vivos, y las multitudes de Roma, hombres y mujeres,
llenaban los centros de espectáculos escandalosos. La corrupción no podía ser
más espantosa. La gloria del teatro llegó a ser, en aquellos días de
decadencia, la mayor gloria a que podían aspirar los romanos. El circo, donde
luchaban hombres y fieras, era el centro de la vida. El resto del mundo sólo
había sido hecho para dar mayor esplendidez a los torneos. El soberano presidía
todas las fiestas, y consideraba que ésa era su principal ocupación y su mayor
gloria. En Roma sólo se hablaba de la fiesta que había terminado y de la que
seguiría inmediatamente. La vida era para todos sólo una larga y fuerte
carcajada.
Pero
Nerón tenía también gusto artístico, y aspiraba a transformar la ciudad. Sus
planes eran tan vastos que todo lo que había le estorbaba. Quería hacer una
ciudad nueva que marcase una nueva época en la historia, y que llevase su
nombre: Nerópolis.
La
morada imperial la encontraba muy estrecha. Deseaba verla desaparecer, pero no
pudiendo llegar a tanto, se ocupó en transformarla. Quería sobrepasar a los
palacios fabulosos de las leyendas asirías. La llenó de parques inmensos, y de
pórticos de dimensiones increíbles, y de lagos rodeados de ciudades
fantásticas. Pero todo eso no le bastaba y quería que su morada pudiese ser
llamada "la casa de oro".
Para
llevar a Roma la idea que ardía en su candente imaginación, tenía que hacer
desaparecer templos que eran mirados como sagrados, y palacios históricos que
jamás Roma hubiera permitido tocar.
¿Cómo hacer desaparecer esos
obstáculos? Nerón concibió la tremenda idea de incendiar la ciudad.
Un voraz
incendio, que se manifestó simultáneamente en muchas partes de la ciudad,
convirtió a Roma en una inmensa hoguera, el 19 de julio del año 64. Las llamas,
devorando todo lo que encontraban, subían las colinas y descendían a los
valles. El Palatino, el Velabro, el Foro, los Cariños, sufrieron los
desastrosos efectos del incendio. El fuego seguía su marcha atravesando la
ciudad en todas direcciones, y durante seis días y siete noches caían miles de
edificios que quedaban reducidos a escombros. Los montones de ruinas detuvieron
el fuego, pero volvió a reanimarse y prosiguió tres días más. Los muertos y
contusos eran numerosos.
Nerón,
que se había ausentado para alejar las sospechas que caerían sobre él, regresó
a tiempo para ver el incendio. Se dijo que desde las alturas de una torre, y
vestido con traje teatral contempló el espectáculo, y cantó con la lira una
antigua elegía. Si esto es leyenda, tiene el mérito de pintar el carácter
diabólico de este hombre siniestro.
Nadie se
preguntaba quién era el autor del incendio. Las pruebas que hacían al emperador
responsable eran más que evidentes. Roma estaba indignada a la vez que cubierta
de luto. Todo lo que sería de grande y sagrado había desaparecido o estaba
carbonizado. Las antigüedades más preciosas, las casas de los padres de la
patria, los objetos sagrados, los arcos de triunfo, los trofeos de las
victorias, el templo levantado por Evandres, el recinto sagrado de Júpiter, el
palacio de Numa, en una palabra, todo se hallaba perdido o inutilizado.
Nerón
pensó entonces en hacer caer sobre otros la culpa que la opinión unánime hacía
caer sobre él. Necesitaba víctimas, y su mente diabólica pensó en los
cristianos. El público estaba predispuesto a cualquier acto hostil a la
iglesia, de modo que Nerón sólo tuvo que encender la mecha para que estallara
la bomba bien repleta de odio a los cristianos.
Las
clases cultas no creían que eran éstos los autores del incendio, y de entre el
populacho muy pocos lo creyeron; pero el mal no tenía remedio, de manera que
había que conformarse con sacar el mejor partido posible, y nada más oportuno
que hacer descargar el odio contra la secta despreciada. ¿No habían visto a los
cristianos mirar con indiferencia los monumentos del paganismo? ¿No decían
éstos que todo estaba corrompido y que todo sería destruido por fuego?
El
pueblo desencadenó su furia contra los mansos y humildes discípulos del
Salvador. Nunca se conocerá el número de víctimas que perecieron en esta
persecución. Actos de la más brutal crueldad se llevaron a cabo con hombres y
mujeres. Tácito, el historiador romano, ha descrito en sus Anales el salvajismo
y crueldad que deleitaron a la población. Los cristianos eran envueltos en
pieles de animales y arrojados a los perros para ser comidos por éstos; muchos
fueron crucificados; otros arrojados a las fieras en el anfiteatro, para apagar
la sed de sangre de cincuenta mil espectadores; y para satisfacer las locuras
del emperador se alumbraron los jardines de su mansión con los cuerpos de los
cristianos que eran atados a los postes revestidos de materiales combustibles,
para encenderlos cuando se paseaba Nerón en su carro triunfal entre estas
antorchas humanas, y la multitud delirante que presenciaba y aplaudía aquellas
atrocidades.