La
historia de la iglesia, que abarca casi 2.000 años, constituye un tema que
nadie sino sólo el Espíritu Santo de Dios puede recopilar. Los hechos en los
que tal historia debería basarse sólo los conoce Aquel que, en humilde gracia,
ha estado aquí en la tierra todo el tiempo manteniendo en la asamblea un
testimonio de la verdad según la revelación de Dios. En medio de las glorias
crecientes y menguantes de la iglesia, Él ha sido, por una parte, el dolorido
Testigo de cada paso de alejamiento y de decadencia, y, por la otra, el
Manantial interior de cada sentimiento espiritual en pos de Dios, y la Fuente
vivificadora de cada fase de recuperación y avivamiento. Con precisión divina,
Él ha evaluado lo que es de verdadero valor, al ser capaz de distinguir entre
lo que es de Dios y lo que es del hombre.
Es la
incapacidad de llevar esto a cabo, así como la imposibilidad de penetrar más
allá de lo que el ojo puede ver o que el oído puede oír, la que ha limitado las
actividades de todos los historiadores humanos.
Si se
tiene presente esta importante reserva, se puede decir que se han hecho muchos
excelentes intentos para registrar la historia pública de la iglesia, y en esto
nos ayudan las mismas Sagradas Escrituras. Por ejemplo, J. N. Darby
(refiriéndose a las cartas a las siete iglesias en Asia, que aparecen en
Apocalipsis 2 y 3), dijo: «No me cabe duda de que esta serie de iglesias es de
aplicación como historia al estado moral sucesivo de toda la iglesia: las
cuatro primeras se refieren a la historia de la iglesia desde su primera
decadencia hasta su actual condición bajo el Papado; las últimas tres son la
historia del Protestantismo».
Este
marco histórico dado por Dios ha permitido a piadosos historiadores seguir las
varias fases a través de las que ha pasado la Iglesia de Dios; aunque está
claro que las últimas cuatro fases corren simultáneamente. En estos discursos,
la iglesia es contemplada en su posición de responsabilidad en el mundo, como
testigo público de Cristo. Como tal, está sujeta a fracasos y consiguientemente
cae bajo la reprensión de Cristo por su infidelidad.
Las
persecuciones comenzaron el 64 d.C.
Es
evidente, leyendo las epístolas de la Escritura, que la decadencia y el fracaso
ya se habían introducido incluso en los tiempos de los apóstoles. No sólo Pablo
tiene que decir en su segunda epístola a Timoteo que todos los de Asia lo
habían abandonado, sino que el Señor, dirigiéndose al ángel de la asamblea de
Éfeso —la primera de las siete— dice: «Has dejado tu primer amor». Esta
decadencia fue seguida poco después por un tiempo de intensa persecución.
Comenzó en el reinado de Nerón y por su instigación, y prosiguió durante casi
tres siglos. Es destacable que durante este período la historia ha registrado
diez persecuciones generales distintas, lo que puede tener que ver con la
palabra del Señor a la segunda asamblea — Esmirna: «Tendréis tribulación por
diez días».
Se puede
también hacer referencia de pasada al temprano cumplimiento de la palabra del
Señor acerca de la destrucción de Jerusalén. El 70 d.C. la ciudad fue devastada
por el general romano Tito, y se ha dicho que más de un millón de personas
murieron en el asedio y en la terrible guerra civil que al mismo tiempo estaba
desatada dentro de sus murallas.
Es
innecesario en una sinopsis como esta entrar en los detalles de las diez
primeras persecuciones o registrar la larga historia de los mártires cuya
sangre sirvió para regar la simiente del evangelio. Hombres y mujeres, viejos y
jóvenes, sufrieron igualmente en muchas partes de Europa y Asia. Además de la
mayoría de los apóstoles y de otros hombres de Dios mencionados en las
Escrituras, como Timoteo, destacan de manera preeminente los nombres de Ignacio,
Policarpo, Justino y Perpetua entre los muchos cuya fidelidad inalterable a
Cristo les procuró la palma del martirio. Una y otra vez, con terrible
ferocidad, se descargaron los poderes del infierno contra la iglesia, pero ésta
prosperó en medio de la persecución, y, en lo principal, los períodos de calma
que hubo entre las tormentas dieron evidencia de la expansión del evangelio.
Los esfuerzos por aniquilarlo fueron terribles e implacables, pero las puertas
del infierno no iban a prevalecer, y muchos miles de almas que habían estado
buscando en vano descanso para sus corazones en las mitologías de Roma y de
Egipto se declararon seguidores gustosos de Cristo.
Decadencia
en aumento de la iglesia
Sin
embargo, fue tras una persecución de aproximadamente doscientos años que los
elementos de decadencia y alejamiento de la verdad comenzaron a profundizar en
la iglesia, y la fidelidad de los mártires resplandeció tanto más sobre el
oscuro fondo de la decadencia de la gloria de la iglesia. La causa de la
decadencia —y en verdad podríamos decir que la causa de toda decadencia—
residía en el hecho de que la iglesia había perdido de vista su puesto de santa
separación del mundo. Su temprana simplicidad estaba volviéndose rápidamente
cosa del pasado, y la mano del hombre estaba llevando a cabo ruinosos cambios
en la dirección de sus asuntos.
Clero y
laicos
Además,
la distinción entre el clero y los laicos —largo tiempo sugerida por los
principios del judaísmo— estaba surtiendo sus malos efectos en la iglesia. Los
obispos y diáconos vinieron a ser una orden sagrada, y, en contra de todas las
enseñanzas de las Escrituras, se les comenzó a dar un lugar preeminente. Los
acontecimientos que condujeron al establecimiento de un orden sagrado dentro de
la iglesia son considerados aquí, para que el lector pueda ver los comienzos de
lo que ahora se ha desarrollado como un vasto sistema jerárquico. Los apóstoles
establecieron ancianos —dando sin dudas su reconocimiento formal a aquellos que
ya habían sido capacitados por el Espíritu de Dios; pero después que los
apóstoles hubieron muerto, los supervisores [episkopoi, u obispos], que habían
sido designados por los apóstoles para llevar a cabo una obra necesaria, y no
meramente para tener una posición oficial, comenzaron a arrogarse para sí
mismos el derecho exclusivo de enseñar y de administrar la Cena del Señor. Así,
a comienzos del siglo segundo, ya existían en Asia Menor los tres cargos
permanentes de obispo, presbítero y diácono. Al transcurrir el tiempo, estos
hombres fueron asumiendo más y más de control y liderazgo sobre la iglesia y
sus actividades, y los miembros ordinarios de la asamblea fueron reducidos a la
posición de someterse a este control. Así, algo que era al principio una cosa
más o menos informal y temporal se desarrolló a cargos fijos y permanentes.
Entonces lo que llego a ser la base de la autoridad fue no la capacitación
continuada por el Espíritu Santo, sino la posesión de un oficio eclesiástico.
Ignacio,
ya a principios del siglo segundo, combinó las dos ideas de unión con Cristo
como condición necesaria para la salvación, y de la iglesia como cuerpo de
Cristo, y enseñó que nadie podía ser salvo a no ser que fuera miembro de la
iglesia. Estrechamente relacionados con esta idea de que la iglesia era la
única arca de salvación había los sacramentos, o medios de gracia, de los que
el bautismo y la Eucaristía eran los dos ejemplos destacados. En relación con
estos sacramentos surgió también la teoría del sacerdotalismo clerical: esto
es, que los sacramentos sólo podían ser celebrados o administrados por hombres
ordenados de manera regular para este propósito. Así el clero, en distinción a
los laicos, vino a constituirse en un sacerdocio oficial, y a éstos se los hizo
depender enteramente del clero para conseguir la gracia sacramental sin la que,
según se enseñaba, no había salvación. Aunque Ignacio había negado la validez
de la Eucaristía administrada con independencia del obispo, fue Cipriano de
Cartago quien, posiblemente no por designio, fue finalmente el campeón de la
causa episcopal.
Una vez
quedó establecida la distinción entre el clero y los laicos, vemos una
multiplicación de los oficios de la iglesia y la introducción de otros que
nunca fueron contemplados en la Escritura. Estas actuaciones pueden haber
servido para lograr un orden externo en la iglesia —y la verdad es que la
necesidad del mismo fue de manera principal la causa de estas innovaciones—
pero reprimieron la libre expresión de la vida espiritual y de la fe, y negaron
el principio fundamental del cristianismo: que «hay un solo Dios, y un solo
mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo
en rescate por todos.»
El
inevitable resultado de todo esto fue que el Espíritu Santo dejó de recibir el
puesto que le correspondía de derecho en la iglesia. Los obispos cristianos
estaban aceptando puestos en la corte y buscaban recibir la gloria del mundo,
mientras que comenzaban a aparecer ostentosos templos para la exhibición de la
religión cristiana. Cosa más grave todavía, los cristianos pronto invitaron la
intervención del poder civil en los asuntos de la iglesia, y lenta pero
seguramente comenzó a hacerse más evidente el fatal vínculo con el mundo.
La
décima persecución, el 303 d.C.
La
décima y final persecución bajo la cruel mano de Diocleciano fue indudablemente
la más asoladora de todas. Todo el poder del Imperio Romano se combinó en un
esfuerzo desesperado, no sólo para suprimir totalmente las Escrituras, sino
para exterminar todo rastro de cristianismo de la tierra. Este terrible y
definitivo conflicto entre el paganismo y el cristianismo, aunque añadió nuevos
capítulos de gloria a los registros de los mártires, que iban aumentando, no
llegó a impedir la germinación de las semillas de corrupción que se habían
sembrado por la vinculación con el mundo.
Constantino
el Grande
Así, es
quizá comprensible que Satanás escogiera este momento para cambiar su forma de
ataque, y a comienzos del siglo cuarto empezó el período eclesial de Pérgamo,
en el que el león se transformó en serpiente, y en el que los adversarios de
fuera dieron lugar a los seductores desde dentro. Constantino el Grande era en
esta época el César de Roma, y se mostró abiertamente como protector de la
nueva religión —hecho tan significativo como inesperado. Naturalmente, lo que
siguió fue que la posición de los cristianos pasó inmediatamente de una de
intensa persecución a otra de supremo favor; y ello hasta el punto en que se
veía al mismo Emperador de Roma presidiendo los concilios de la iglesia.
La unión
de la Iglesia y el Estado, 313 d.C.
Pronto
se hizo sentir el pernicioso efecto de esta primera unión entre la Iglesia y el
Estado. Constantino no aceptaba otra autoridad más que la suya, y recurría a
medidas violentas para hacerla obedecer. Se puede dar un ejemplo de esto. Un
hereje destacado, llamado Arrio, expuso un credo religioso que negaba la deidad
de Cristo. Enseñaba él que el Señor había sido creado por Dios como todos los
otros seres, y que, consiguientemente, no era coeterno con Dios. Los obispos
cristianos denunciaron esta doctrina, con razón, como una horrible blasfemia;
Arrio y sus seguidores fueron excomulgados por la iglesia, y la posesión y
difusión de sus escritos fueron declaradas pecados capitales. En cambio,
Constantino consideró la herejía una mera minucia, y ordenó promulgar un edicto
imperial mandando que los herejes excomulgados fueran restaurados a la comunión
de la iglesia. Fue Atanasio, obispo de Alejandría, el que discernió el
verdadero peligro en las enseñanzas de Arrio, y se resistió firmemente a esta
intervención. Estaba totalmente dispuesto a resistirse a la orden del emperador
y a sufrir persecución y destierro por su defensa de esta gran verdad central
del cristianismo: la deidad del Señor Jesús. En el Concilio de Nicea, en el año
325, la deidad de Cristo recibió sanción oficial, y fue formalmente enunciada
en el original Credo Niceno.
El
Edicto de Milán, 313 d.C.
A pesar
de muchos y lastimosos fallos, se debe admitir que Constantino hizo muchas
cosas de gran valor en su tiempo, y que su legislación en general da evidencia
de la silenciosa acción de principios cristianos. (Nota 1.) Él fue el
responsable de la redacción del famoso Edicto de Milán —a veces llamado la
Carta Magna de la Cristiandad. Concedía a los cristianos una libertad total y
absoluta para el ejercicio de su religión. Sería difícil encontrar un mayor
contraste que el que se observa entre la posición de la iglesia al principio y
al final del reinado de Constantino. Como bien ha dicho Miller: «La encontró
encarcelada en minas, mazmorras y catacumbas, y excluida de la luz del cielo; y
la dejó en el trono del mundo». Sin embargo, ello fue en cumplimiento de la
profecía inspirada: «Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono
de Satanás» (Ap 2:13).
El
comienzo de las Edades Oscuras
La
herejía de Arrio fue sólo uno de muchos intentos de satanás durante el siglo
cuarto y quinto para corromper la verdad. Por ejemplo, surgió un hombre llamado
Pelagio negando la total corrupción de la raza por la transgresión del primer
hombre, y enseñó que nacemos en inocencia, quedando por ello excluida la
necesidad de la gracia divina. En muchos casos, Dios suscitó soberanamente a
hombres que combatieran estas malas doctrinas, pero la gloria de la iglesia iba
desvaneciéndose constantemente, y estaba introduciéndose el terrible período de
las Edades Oscuras. El testimonio de un Cristo rechazado en la tierra y
exaltado en el cielo —que habría brillado con tanto resplandor en los días de
los mártires— estaba ahora perdiéndose rápidamente, porque el verdadero
carácter de los cristianos como extranjeros y peregrinos se había desvanecido
con su amalgamación con el mundo. Además, por cuanto la confesión del
cristianismo era considerada como una vía segura para la riqueza y el honor,
todas las categorías y clases solicitaban el bautismo, mientras que muchos
trataban de unirse al orden sagrado del clero con los motivos más mezquinos.
La caída
del Imperio Romano
Es
significativo que en esta época, el Imperio Romano, que había también estado en
una larga decadencia, iba a llegar también a sus días más negros. Hordas
bárbaras comenzaron a desparramarse desde todos los lados, y tres veces la
misma antigua ciudad de Roma estuvo a merced de los invasores. Finalmente, se
lanzaron dentro de la ciudad como langostas, dejando sólo ruina y desolación
tras ellos. Así fue el terrible final de Roma. No fueron los cristianos
entonces los que fueron objeto de las persecuciones. En realidad, apenas si se
les tocó, y en todo lugar se respetó a los obispos. Sin embargo, no se
reconoció demasiado la mano de Dios en esto, y la vida de los miembros del
clero era notoriamente mala. En la misma Roma la condición de la iglesia estaba
tan deprimida que el obispado llegó a ser, en una ocasión, objeto de
contención, y dos candidatos, en su lucha por el cargo, no tuvieron escrúpulos
en acusarse mutuamente de los más graves crímenes.
El
surgimiento del monasticismo
Fue en
medio de esta confusión y manifiesta decadencia que surgió el monasticismo. Antonio,
natural de Egipto, tuvo el dudoso honor de ser el primer monje. Los eremitas ya
habían existido antes de él, pero él fue el primero en adoptar la vida
enclaustrada y en retirarse de manera absoluta del mundo. Hay pocas dudas de
que era verdaderamente cristiano, y un tiempo de persecución lo sacó de su
retiro para compartir los peligros de sus hermanos. El monasticismo se extendió
rápidamente, y antes del final de aquel siglo todos los lugares desérticos del
mundo cristiano estaban punteados por monasterios y conventos. No hay duda
alguna de que de estas instituciones surgieron muchas cosas buenas. A menudo
demostraron ser un verdadero refugio para los enfermos, los pobres y los
viajeros. Además, en el silencio de sus celdas, los primeros monjes copiaron y
preservaron así muchos de los antiguos escritos, incluyendo las mismas Sagradas
Escrituras. Todas estas instituciones, tan esparcidas, estaban bajo el control
de los obispos; pero los monjes eran reconocidos sólo como legos por la
iglesia. A finales del siglo quinto apelaron al Papa de Roma, pidiéndole
permiso para ponerse bajo su protección, petición a la que él accedió bien
dispuesto, porque estaba bien familiarizado con las riquezas e influencias de
ellos. Así fue que los monasterios, abadías, prioratos y conventos quedaron
sujetos a la Sede de Roma.
La
división del Imperio Romano resultó finalmente en la división de la iglesia,
que quedó prácticamente completa hacia finales del siglo sexto, pero que fue
consumada de manera oficial y definitiva sólo en el 1054. Las mitades oriental
y occidental, la iglesia Católica Griega y la Católica Romana, emprendieron así
cada una su camino por separado.
El
surgimiento del Papado
Con el
siglo sexto comienza el período de Tiatira de la historia de la iglesia; en
otras palabras, el papado de las Edades Oscuras. Nos lleva al tiempo de la
Reforma, aunque, naturalmente, el Romanismo mismo prosigue hasta la venida del
Señor. Este estado está caracterizado por la admisión y tolerancia pública en
la iglesia de lo que es burdamente malo e idolátrico, como lo sugiere el
mensaje al ángel de la iglesia en Tiatira: «Toleras que esa mujer Jezabel, que
se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer cosas
sacrificadas a los ídolos. Y le he dado tiempo para que se arrepienta de su
fornicación, pero no quiere arrepentirse de su fornicación» (Ap 2:20, 21).
Ya se ha
hecho referencia a la buena obra de Constantino, pero el triste efecto fue que
la iglesia se sintió más inclinada a poner su confianza en el emperador de Roma
que en su Cabeza viva en el cielo. Pero nunca podía haber una total
amalgamación de las dos partes; o bien el estado o bien la iglesia debían
asumir la preeminencia, y por un tiempo la iglesia se contentó con tomar el
puesto subordinado. Con la muerte de Constantino comenzó la lucha por la
supremacía, y los obispos de Roma presentaron atrevidamente sus pretensiones al
gobierno universal de la iglesia como sucesores de San Pedro. Es significativo
el hecho, que además expone los errores de raíz del papado, de que aunque los
nombres de los primeros obispos de Roma puedan ser conocidos en la historia, el
orden en el que se sucedieron unos a otros no es conocido. Además, los obispos
de Antioquía y de Alejandría (las respectivas capitales de las divisiones
asiática y africana del Imperio, así como Roma lo era de la europea) eran
reconocidos y estaban a la par con el obispo de Roma.
Gregorio
Magno
Gregorio
Magno fue el único Papa destacable en el siglo sexto. Fue un hombre piadoso, y
fue responsable del envío de un grupo de monjes misioneros a Inglaterra,
encabezados por Agustín. Fueron recibidos amistosamente, y comenzó una gran
obra evangelística, aunque el evangelio había sido predicado en las Islas
Británicas mucho antes que llegaran Agustín y sus monjes. A pesar de que este
período vio varias otras actividades misioneras, que indudablemente llevaron a
la conversión de muchas almas, las cosas estaban volviéndose más oscuras por
todas partes, y el poder corruptor de Roma estaba creciendo de manera alarmante.
Prosigue
la decadencia de la iglesia
Fue en
esta época que se estableció la abominable idea del purgatorio, mientras que la
sencillez del culto cristiano quedaba sepultada bajo la pompa del ritual. Las
tinieblas que se cernían sobre la cristiandad fueron espesándose con el paso de
los años, y a principios del siglo séptimo la ignorancia del clero y la
superstición del pueblo habían llegado a ser asombrosas. La Biblia era muy poco
leída, la lengua griega había quedado casi olvidada, y muchos del clero eran
incapaces de escribir sus propios nombres. La soberbia y la codicia del clero
se introdujo en los monasterios, y no es una exageración decir que muchos de
estos lugares llegaron a ser un nido de vicios. Pero, ¿quién podrá sorprenderse
de este estado de cosas cuando se considera el ejemplo dado por los Papas, cuya
arrogancia y ambición parecía aumentar a diario? Su ambición carecía de
límites, y ningunos medios eran demasiado bajos para alcanzar sus fines, y
antes de mucho tiempo hicieron suyo el título de «Obispo Universal» por
autoridad imperial. Así, quedó sólidamente puesto el fundamento sobre el que se
edificaron todas sus pretensiones posteriores.
La
autoridad imperial, dada al Papa
Sin
embargo, el Papa de Roma, aunque era el dictador supremo en la iglesia, seguía
sometido al poder civil, hecho que resultó extremadamente irritante y del que
varios Papas sucesivos intentaron liberarse. Con este objetivo, y para lograr
nuevos convertidos a su causa, Roma patrocinó varios grupos misioneros. Aunque
algunos de estos esfuerzos fueron indudablemente bendecidos por Dios, es de
observar que el evangelio fue predicado en su mayor pureza por hombres fuera
del seno de la iglesia de Roma.
Los
misioneros de Iona
Bien
puede mencionarse en este contexto el nombre de Columba. Con un puñado de otros
cristianos, zarpó de Irlanda en el 565, y desembarcó en la isla de Iona, frente
a la costa occidental de Escocia. Durante muchos años el monasterio que fundó
allí fue considerado la luz del mundo occidental, y docenas de fieles
misioneros salieron de él para llevar el evangelio a cada rincón de Europa.
El
surgimiento del islam
En el
año 612 apareció Mahoma, el falso profeta de Arabia, en la escena de la
historia del mundo. No es éste el lugar para entrar en la larga historia del
islam. Su doctrina fundamental queda expresada en el bien conocido dogma de su
fundador: «No hay más dios que el verdadero Dios, y Mahoma es Su profeta». Esta
religión, tal como se expone en el Corán, es una peligrosa mezcla de verdad y
fábulas, pero su pecado clamoroso reside en su negación de la deidad de Cristo.
No es ni
necesario ni provechoso dedicar mucho tiempo a la historia de la iglesia
durante los siglos octavo, noveno y décimo. El poder papal fue creciendo
constantemente, junto con su ritual e idolatría. Es extraño que este hecho sólo
sirviera para ahondar la enemistad entre el emperador y el Papa. El primero,
alarmado por los avances del islam, cuyo propósito expreso era la exterminación
de la idolatría y la afirmación de la unidad de Dios, comenzó una campaña
contra el culto a las imágenes. El segundo, totalmente apoyado por los obispos
y el clero, sancionó el culto a las imágenes, y amenazó excomulgar de la
iglesia a todos los que no se conformaran a este culto. Esta lamentable actitud
empeoró cuando un emperador cedió en la cuestión del culto a las imágenes,
uniendo sus fuerzas a las del errado Papa, y estableciendo la idolatría como la
ley de la iglesia cristiana.
Otro de
los muchos malignos inventos de este período fue la doctrina de la
transubstanciación, con la que se expresó que el pan y el vino de la Eucaristía
son realmente convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Cegada por los
errores cumulativos de la superstición, Roma estaba dispuesta a ser extraviada,
y el dogma de la transubstanciación fue pronto reconocido como una doctrina
central y esencial.
Las
tinieblas de las Edades Oscuras
Nunca
fue más aplicable la expresión «ciegos guías de ciegos» que durante este
período. El clero, en su mayor parte, vivía en un estado de letargo espiritual
y de indulgencia viciosa, sin exceptuar a los obispos; en realidad, era en el
obispo supremo, el papa de Roma, donde la iniquidad encontró su culminación.
Sus vidas, incluso registradas por sus propios historiadores, muestran, bajo
una luz espeluznante, los pasos descendentes hacia la gran apostasía. Ningún
pecado era demasiado vil que no lo pudiera perpetrar el ocupante del trono
papal, ni parecía haber inquietud alguna por las cualidades del que lo debiera
ocupar. En cierto tiempo se afirma que fue incluso ocupado por una mujer y,
posteriormente, por un blasfemo joven inmoral de dieciocho años. En los años
justo anteriores a la Reforma reinaron dos Papas simultáneamente, pretendiendo
cada uno de ellos ser el representante de Cristo en la tierra, y acusándose el
uno al otro, ante el mundo, de falsedad, perjurio y de los más nefastos
propósitos secretos.
Testigos
fieles en las Edades Oscuras
En medio
de toda esta terrible negrura, es alentador para el corazón registrar que Dios
nunca se dejó sin testimonio, y que la que ha sido llamada la «hebra de plata
de la gracia de Dios» puede ser seguida con una fiel continuidad a través de
todo el tiempo de las Edades Oscuras. Luis el Gentil, un hijo de Carlomagno, un
verdadero cristiano, aparece destacado en este contexto. Fue instrumento para
la introducción del evangelio en Dinamarca y Suecia. El evangelio fue también
llevado por diversos medios, escogidos soberanamente por Dios, a los noruegos,
rusos, polacos, húngaros y búlgaros.
Las
ambiciones del Papa Gregorio VII
Con la
elección de Hildebrando al trono papal en el año 1073, la secular aspiración de
la iglesia de Roma por conseguir el dominio universal de todo el mundo iba a
recibir un cumplimiento parcial. Las ambiciones de Hildebrando —que asumió el
nombre de Gregorio VII— carecían de límites, y lo mismo casi podría decirse de
los medios malvados e implacables que usó para satisfacerlas. Su deseo era
organizar un inmenso estado eclesiástico cuyo gobernante fuera supremo sobre
todos los gobernantes de la tierra. Y Gregorio no vaciló en la supresión de
todas aquellas costumbres que él considerara que le estorbaban en la
consecución de su audaz plan. Entre las más visibles de estas supresiones fue
su prohibición del matrimonio para el clero, cosa que trajo gran desgracia a
millares de hogares.
La lucha
de Gregorio con Enrique IV
Su
intento de suprimir el privilegio secular de reyes y emperadores de escoger sus
obispos y abades le hizo chocar de inmediato con Enrique IV, Emperador de
Alemania. La negativa de Enrique de someterse a éste y a otros decretos del
Papa enfurecieron tanto a este último, que tuvo la audacia de ordenar al
emperador que compareciera ante él en Roma, y, cuando este llamamiento fue
rechazado, el encolerizado Gregorio pronunció la excomunión del emperador de la
iglesia. Al mismo tiempo, se le declaró depojado de su reino y sus súbditos
fueron absueltos de sus juramentos de lealtad. Los supersticiosos temores de la
gente, ya suscitados por el interdicto papal, fueron adicionalmente agitados
por renovados embates del Vaticano, y estalló la guerra civil. El poder de
Gregorio aumentó mientras el de Enrique menguaba, hasta que el desdichado
monarca, abandonado por casi todos sus súbditos, rogó humilde el perdón del
Papa. Éste trató de manera tan insensible al arrepentido emperador que el
resultado fue una acerba venganza. Enrique encontró pocas dificultades para
reunir un ejército de simpatizantes que condujo a Roma. Logró entrar en la
ciudad, deponer a Gregorio, y poner a otro Papa en su lugar. El encarcelado
Gregorio pidió ayuda inmediatamente a Robert Guiscard, un gran guerrero
normando. Pronto se reunió un gran y abigarrado ejército, y, a pesar de todos
los ruegos del clero y de los laicos para que Gregorio se aviniera a un acuerdo
con Enrique, el Papa se mantuvo impávido. Estaba incluso dispuesto a ver la más
terrible carnicería en Roma antes que rendir sus exaltadas pretensiones de que
el emperador «entregara su corona y diera satisfacción a la iglesia». Tan
pronto como Gregorio fue liberado de su encarcelamiento por el triunfo de
Guiscard, entabló de nuevo una lucha contra Enrique, pero su muerte impidió el
estallido de aquella tormenta.
Las
Guerras Santas — 1094—1270
Hacia
finales del siglo undécimo, Satanás cambió de táctica. El papado había ganado
poco con su lucha contra el emperador, y una cuestión a resolver era cómo el
poder espiritual podría lograr un dominio total sobre el temporal. Las nuevas
tácticas que el enemigo sugirió, por medio del genio malvado de Roma, fueron
las Guerras Santas. Las ocho Cruzadas que constituyen las Guerras Santas se
extendieron por todo el siglo doce y gran parte del trece. Aunque totalmente
fallidas por lo que respecta al propósito para el que fueron instigadas, la parte
que tuvieron en el desarrollo de la iglesia de Roma justifica alguna referencia
a sus motivaciones y desarrollo.
El
objeto de las Cruzadas
Habían
llegado quejas de Tierra Santa por las afrentas y ultrajes sufridos por
peregrinos al Santo Sepulcro, y el Papa Urbano no tardó mucho en darse cuenta
de que Europa podría ser sangrada y agotada si se organizaban expediciones con
el aparente motivo de rescatar el sepulcro de Cristo de manos de los infieles
turcos. Esto le posibilitaría impulsar sus pretensiones temporales de una
manera que ningún Papa había podido antes de él, porque los turbulentos barones
y poderosos príncipes estarían fuera de su camino, y no habría nadie que se le
pudiera oponer. Este plan, diabólicamente astuto, tenía una apariencia de justicia
y de piedad, y los corazones de miles por toda Europa fueron atraídos por él.
Se basaba en un emocionalismo y superstición sin frenos, y estaba rematado por
una blasfema oferta papal de absolución de todos los pecados para todos los que
tomaran armas en esta sagrada causa, y la promesa de la vida eterna a todos los
que murieran en el intento.
La
Primera Cruzada, 1094
En estas
condiciones, no es sorprendente que una enorme horda de sesenta mil guerreros
estuviera pronto lista para emprender la primera cruzada a Palestina. Aquella
expedición estaba condenada al fracaso, y ni siquiera llegó a Tierra Santa,
aunque dos terceras partes de aquel número murieron en el empeño. Los
supervivientes fueron reorganizados un año más tarde y, después de una larga y sangrienta
lucha, los cruzados lograron asaltar Jerusalén. La carnicería que siguió fue
indescriptible, y la matanza de setenta mil mahometanos fue considerada como
una buena obra cristiana.
La
Segunda Cruzada, 1147
La
segunda cruzada, unos cincuenta años después de la primera, fue planificada de
manera mucho más cuidadosa. El número de participantes aumentó a más de
novecientos mil hombres. Incluía (tal como era la intención original de Roma)
dos emperadores —los de Francia y Alemania—, una hueste de sus nobles, y estaba
apoyada por la riqueza y el poder de las naciones.
La
predicación de Bernardo
La
predicación de esta cruzada había sido confiada al famoso abad Bernardo de
Claraval, cuya gran elocuencia y peso moral fue indudablemente útil para lograr
tan gran número de los que se pusieron bajo la bandera de la cruz. Pero esta
cruzada, como la primera, fue un fracaso miserable y humillante, y se estima
que cerca de un millón de vidas se perdieron en la empresa.
La
cruzada de los niños, 1213
No es necesario
dar detalles de las cruzadas posteriores, aunque se puede hacer una referencia
incidental de que entre la quinta y la sexta cruzada, hubo otra compuesta
totalmente por niños, organizada por un muchacho pastor. Es triste registrar
que este patético intento de conquistar a los infieles cantando himnos y
rezando oraciones tampoco tuvo más éxito que las otras, y un gran número de los
noventa mil niños que emprendieron la cruzada murieron de hambre o fatiga, o
fueron vendidos como esclavos. Las mismas causas irrazonables y
antiescriturarias, aunque galvanizadoras, y los mismos resultados desastrosos,
se hacen evidentes en cada una de las expediciones, ello a pesar del hecho de
que durante doscientos años fueron la fuente de una enorme riqueza y poder para
la iglesia, y de incalculable miseria, ruina y degradación para las naciones de
Europa.
San
Bernardo y el monasticismo
Aunque
la última cruzada nos lleva al año 1270, tenemos que retroceder cien años, y
referirnos brevemente a la expansión de la vida monástica, en particular bajo
la influencia de San Bernardo, abad de Claraval. Su predicación, que precedió a
la segunda cruzada, y que ya ha sido mencionada, fue sólo una de sus muchas
actividades. Por medio siglo apareció como líder y rector de la cristiandad —el
oráculo de toda Europa. Aunque la idea del monasterio había existido desde los
tiempos de Antonio, ya hacía ochocientos años, no hay duda de que el interés en
el monasticismo fue sumamente estimulado durante la vida de Bernardo. A él
mismo se le atribuye la fundación de ciento sesenta monasterios esparcidos por
Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y España. La vida en estos monasterios
era extremadamente severa. Obrando bajo la piadosa pero engañada suposición de
que cuanto más alejados estuvieran de los hombres, tanto más cerca estarían de
Dios, los monjes se infligían a sí mismos todo tipo de tortura y sufrimiento.
Bernardo sobresalía en esto, y pasaba el tiempo en soledad y en el diligente
estudio de las Escrituras. El efecto del sistema monástico en general sobre el
pueblo en las Eras Oscuras tiene que explicar su buena disposición a creer
cualquier cosa que les dijera un monje, especialmente sobre el bien o el mal,
sobre el cielo o el infierno, y el monasterio era incluso considerado como la puerta
del cielo. Por engañado que estuviera Bernardo, y a pesar de lo que registra la
historia de negativo en sus acciones, no se puede dudar que era un verdadero
creyente. En realidad, su vínculo con el Señor tiene que haber sido real y de
gran valía para él, o nunca hubiera podido escribir este himno:
¡Jesús!
sólo en ti pensar
De
deleite el pecho llena;
Pero más
dulce será tu rostro ver
y en tu
presencia reposar.
Detalles
como éstos confirman la anterior referencia a la ininterrumpida hebra de plata
de la gracia de Dios. Sin embargo, no se debe dar la impresión de que todos los
monasterios llegaban a la norma de los que estaban bajo el control de Bernardo,
ni que la condición de estos últimos se mantuvo igual tras su muerte. En
general, las condiciones en ellos era lamentablemente mala.
Testigos
fieles en el siglo doce
A pesar
de esto, el siglo doce vio las actividades de otros hombres piadosos además de
Bernardo, y constituye un ejemplo trágico del poder cegador del papado el hecho
de que Bernardo considerara generalmente a estos fieles testigos como herejes.
De entre estos pretendidos herejes se pueden mencionar en particular a Pedro de
Bruys y a Pedro Waldo. Sus actividades fueron similares en cuanto a que
denunciaron abiertamente la corrupción de la iglesia dominante y los vicios del
clero. Waldo fue el que llegó más lejos de los dos. No sólo renunció a aquel
sistema religioso como anticristiano, sino que predicó el sencillo evangelio,
y, al traducir los Evangelios a la lengua del pueblo, puso la Biblia en manos
de los laicos, hecho éste que provocó el interdicto del Papa, excomulgándolo de
la iglesia.
Tomás
Beckett y el papado en Inglaterra
La
sinopsis del desarrollo histórico del siglo doce no estaría completa sin una
breve mención de la larga pendencia entre Enrique II de Inglaterra y Tomás
Beckett, Arzobispo de Canterbury. De hecho, se trataba del viejo conflicto
entre la Iglesia y el Estado, la misma batalla que había sido librada entre
Enrique de Alemania y el Papa Gregorio, pero que esta vez se daba en suelo
inglés. Tomás Beckett, un inflexible vasallo de Roma, se opuso violentamente a
los deseos del rey de poner a raya el crecimiento del poder papal en
Inglaterra, y no vaciló en actuar como traidor contra el rey para alcanzar sus
fines. Esto se hizo evidente cuando Enrique y sus barones establecieron un
código para la protección de sus súbditos de las arbitrariedades del clero.
Beckett, inmediatamente después de haber puesto su firma a estas leyes, las
violó apelando a Roma, y luego, bajo la promesa de la indulgencia papal, rehusó
reconocerlas en absoluto. Siguió a esto una larga y acerba lucha entre Enrique
y Beckett, pero este último, renunciando a todos sus títulos y cargos
oficiales, y retirándose a la posición de un monje austero y mortificado,
pronto se ganó las simpatías de las gentes supersticiosas. Y así sucedió que
cuando Beckett fue asesinado, más o menos por inducción del rey, que el rey fue
acusado de tirano irreligioso, y Beckett recibió culto como santo martirizado.
Este desafortunado incidente y la consiguiente humillación del rey, que tuvo
que dirigirse en humilde peregrinaje a pie a la tumba de Beckett para ser allí
azotado por los bien dispuestos monjes, hizo mucho por extender por Inglaterra
la dominante influencia de Roma.
La maldad
de los sacerdotes
En este
tiempo, las condiciones en la iglesia profesante parecían estar degenerando, si
ello fuera posible, hasta mayores profundidades. Clérigos de todo rango estaban
lanzados a la lucha por la riqueza y el poder. La masa del pueblo era sumamente
ignorante, y carente casi totalmente de espiritualidad. Menospreciando la
educación, estaban a merced de los sacerdotes, que veían el valor de la
ignorancia, y que buscaban, por todos los medios, limitar sus conocimientos. Se
ha dicho con razón que Inglaterra, en el siglo doce, estaba gobernada por los
sacerdotes. Los monasterios se habían convertido en palacios en los que los
señoriales abades podían dar sus suntuosos agasajos y darse a sus culpables
amores, protegidos por el fuerte brazo de Roma. El astuto sacerdote podía
pretender agitar la llave de San Pedro en el rostro de su contrario, y
amenazarlo con excluirlo del cielo y encerrarlo en el infierno si no obedecía a
la iglesia. Era su pretendida santidad y su malvada perversión de las
Escrituras lo que les daba tal poder sobre los ignorantes y los supersticiosos.
Además, desde el emperador hasta el campesino, todo el interior del corazón de
cada hombre y mujer pertenecía a la iglesia de Roma y estaba abierto al
sacerdote. Ninguna acción, apenas si un pensamiento, eran escondidos al padre
confesor. Los sacerdotes vinieron a ser así una especie de policía espiritual
ante la cual cada hombre estaba obligado a informar contra sí mismo. Las
terribles amenazas de excomunión de la iglesia y de las penas eternas del
infierno obligaban al más soberbio corazón a entregar todos sus secretos.
Luego, el dogma igualmente malvado y relacionado de las indulgencias, por el
cual los pecados eran remitidos mediante una contribución a la tesorería de la
iglesia sin necesidad del penoso o humillante proceso de la penitencia, trajo
inmensas riquezas a las manos de los culpables sacerdotes. Y aquí se debe
añadir lo dispuestos que estaban los sacerdotes a cometer crímenes mucho más
graves que aquellos de los que con desgana absolvían a los cegados laicos. Pero
si los sacerdotes regían al pueblo, el Papa regía a los sacerdotes. Todos le
estaban sometidos, y tanto más cuanto que durante aquel tiempo se presentó de
manera destacada el dogma de la infalibilidad papal. La «Bula de Infalibilidad»
afirmaba que el Papa como cabeza de la iglesia no podía errar cuando enunciara
solemnemente, como vinculantes para todos los fieles, una decisión sobre
cuestiones de fe o de moral.
La
culminación del poder papal
El siglo
trece se distingue comúnmente como la era dorada de la gloria pontificia. En
este siglo iba a cumplirse la gran ambición de los papas sucesivos desde el
siglo quinto en adelante de establecer el trono de San Pedro por encima de
todos los otros tronos. Fue el gran Papa Inocencio III, que poseía una astucia
diabólica, el que sobrepasó los logros de todos sus predecesores y logró el
dominio sobre los reyes de la tierra. No podemos siquiera mencionar los sucios
medios de que se sirvió para alcanzar sus fines, ni hablar de los años de
asesinatos y guerras con que alcanzó su meta. Los coronados sacerdotes de Roma
se movieron con una mano maestra y con la aplicación infatigable de toda la
maquinaria del papado, para que él mantuviera y consolidara la absoluta soberanía
de la Sede de Roma. Durante este tenebroso período, Inglaterra iba a caer más
que nunca bajo el férreo dominio de Roma.
Inglaterra
bajo el interdicto papal
Tanto
fue ello así que otro enfrentamiento entre el rey y el primado llevó a que toda
Inglaterra quedara bajo el interdicto papal. (Nota 2.) Todas las actividades de
la iglesia se suspendieron hasta que el interdicto quedara levantado, y Juan,
Rey de Inglaterra, hubiera sido depuesto del trono, y esto por orden del Papa.
Entonces, y como si esto no fuera suficiente, el Papa ofreció el trono vacante
¡al rey de Francia! Roma, como la mujer de Apocalipsis 17, estaba en verdad
cumpliendo la profecía divina de que «reina sobre los reyes de la tierra».
Inglaterra
se rinde a Roma, 1213
Juan, el
rey depuesto, fue al principio rebelde y desafiante, pero más tarde se vio
obligado a inclinarse humilde ante el Papa, e Inglaterra se rindió abiertamente
a Roma. Esto tuvo lugar el 15 de mayo de 1213. ¡Pobre Juan! Había sido el más
despreciable tirano que jamás se sentara en el trono de Inglaterra, y no pudo
sobrevivir mucho tiempo a este fatal acontecimiento. Murió en 1216 (sólo unas
pocas semanas después que el mismo Papa Inocencio), y murió, como ha dicho
otro, «con un carácter sin redimir por una sola virtud solitaria».
Una
nueva persecución contra los cristianos
Otra de
las actividades de Inocencio fue emprender una violenta persecución contra las
prédicas de Pedro de Bruys y de Pedro Waldo. Éstas habían dado un fruto
maravilloso, hasta el punto de que se podían hallar seguidores de ellos en casi
cada país de Europa. La persecución, conducida principalmente por el notorio
Simón de Monfort, cayó primero sobre los cristianos del sur de Francia. Miles y
miles fueron brutalmente asesinados en el distrito de Languedoc. Se debe
observar que éste no era un ejército de la iglesia saliendo en santo celo
contra los paganos, los mahometanos o los negadores de Cristo, sino la iglesia
profesante misma contra los verdaderos seguidores de Cristo, contra aquellos
que reconocían Su deidad y la autoridad de la Palabra de Dios. Esto era algo
nuevo en los anales de la cristiandad; pero la inexpugnable obra de Dios salió
a la luz exactamente de la misma manera en que había aparecido mil años antes
en la fidelidad de los mártires. En un lugar los ejércitos papistas encontraron
un número de cristianos, hombres y mujeres, orando y esperando pacíficamente su
fin. Cuando se les presentó la doctrina de Roma como la única alternativa a la
muerte, contestaron a una voz: «Nada queremos saber de vuestra fe; hemos
renunciado a la iglesia de Roma. En vano os esforzáis, porque ni la muerte ni
la vida nos hará renunciar a la verdad que mantenemos». También es interesante
registrar que muchos de los valdenses y albigenses, como se les llamaba, huyeron
a otros países, de manera que, por la gracia de Dios, el verdadero evangelio
fue predicado en casi todos los rincones de la cristiandad.
La
Inquisición
Fue al
comienzo de estas guerras que fue fundada la Inquisición, el más terrible de
los tribunales de este mundo, por influencia de Domingo, un monje español que
había tenido parte destacada en la persecución contra los cristianos en el sur
de Francia. Al principio su actividad era secreta, pero en el año 1229 fue
reconocida públicamente su gran utilidad en la detección de los herejes, y el
concilio de Toulouse la constituyó como institución permanente. Se ordenó que
se establecieran inquisidores laicos en cada parroquia para detectar a los
herejes, con plenos poderes para que entraran y registraran todas las casas y
edificios, y para someter a los sospechosos a cualquier examen que consideraran
necesario. La lectura de la Palabra de Dios fue públicamente prohibida por
Roma, e incluso su posesión era considerada como un crimen capital. Este
terrible tribunal fue introducido gradualmente en los Estados Italianos, en
Francia, España, y en otros países, pero nunca se permitió su entrada en las
Islas Británicas. No podemos aquí entrar en los detalles de la Inquisición. Es
cosa harto sabida que las acciones más negras, la tiranía más arbitraria y las
crueldades más inhumanas que jamás ennegrecieran los anales de la humanidad se
perpetraron bajo la blasfema pretensión de que los inquisidores estaban
manteniendo piadosamente los derechos de Dios en la iglesia.
Estamos
ahora aproximándonos al profundamente interesante período de la Reforma, cuando
no sólo el soberbio edificio de Roma iba a ser desafiado, sino también sacudido
hasta sus mismos cimientos. La importancia de la Reforma y el puesto que ocupa
en la historia de la iglesia hace necesario entrar en ella con más detalle que
hasta ahora en esta historia.
El albor
de la Reforma
Parece
característico de los caminos de Dios que Él permita que el mal llegue a su
culminación antes de intervenir en juicio. Lo cerca que llegara el mal de su
colmo en el siglo quince sólo lo sabe el Juez de toda la tierra. Todo el
sistema parecía irremisiblemente corrompido, mientras que el Papa (que
prefiguraba al hombre de pecado) estaba casi usurpando el puesto de Dios. Que quedara
suspendido el juicio divino sobre tal escena para que la luz de la Reforma la
iluminara es verdaderamente una muestra culminante de la longanimidad y gracia
de Dios. Aunque la luz plena del día del reformador iba a resplandecer en la
persona de Martín Lutero en los primeros años del siglo decimosexto, los
primeros rayos pálidos del amanecer se vieron claramente más de cien años antes
del nacimiento de Lutero. Una obra tan tremenda no podía llevarse a cabo en un
momento, y Dios estaba preparando constantemente el camino para ella
debilitando el poder del Papa sobre los gobiernos humanos, y en general sobre
las mentes de las gentes, suscitando hombres capaces e íntegros para denunciar
los males de Roma.
Dos
pontífices en guerra entre sí
Fue para
esta época que reinaron simultáneamente dos Papas, pero el antagonismo entre
ellos llegó a tal punto que el pontífice de Roma proclamó la guerra contra el
pontífice de Aviñón. Esta insultante inconsecuencia, junto con la terrible
matanza que siguió, debilitó más la influencia del papado, empleando así Dios
un elemento desintegrador dentro del campo del enemigo para acelerar su caída.
Juan
Wycliffe
Juan
Wycliffe ha sido con justicia descrito como la Estrella Matutina de la Reforma.
De hecho, fue el primer reformador de la cristiandad, el Lutero de Inglaterra.
Pero no había llegado todavía el tiempo del avivamiento. Sus mordientes
críticas contra Roma, en las que no vaciló en tildar al Papa de Anticristo,
atrajeron sobre su cabeza un torrente de anatemas.
La traducción
de la Biblia al inglés, 1380
Pero
Wycliffe era amado por el pueblo. Se interesaba en el bienestar de las gentes,
les predicaba el sencillo evangelio, y tradujo la Biblia a un lenguaje que
podían comprender. Para el tiempo de su muerte en 1384 sus seguidores eran
conocidos por el nombre de lolardos, se habían hecho muy numerosos, y se
encontraban entre todas las clases de la sociedad. Negaban la autoridad de Roma
y mantenían la total supremacía de la Palabra de Dios. Como podía esperarse,
una vez se desencadenaron las acciones del Vaticano (porque los frailes habían
dado información al Papa en cuanto a lo que estaba sucediendo), no iban a
detenerse hasta la supresión de los incorregibles herejes.
Persecuciones
contra los Lolardos
La
accesión de Enrique IV al trono de Inglaterra le dio a Roma su oportunidad.
Engañado por los testimonios falsos de los frailes acerca de pretendidas
prácticas revolucionarias de los lolardos, Enrique consintió que fueran
perseguidos violentamente; desde aquel momento, y durante casi un siglo,
ardieron las hogueras de la persecución en Inglaterra. Se pueden mencionar
específicamente los nombres de John Badby y de Lord Cobham entre los que
sufrieron fielmente el martirio durante aquel período.
Juan
Huss y el avivamiento de Bohemia, c. 1400
Pero en
tanto que la obra de Dios estaba siendo consolidada de esta manera, en lugar de
exterminada, por la persecución desatada en Inglaterra, estaba surgiendo una
notable obra de avivamiento en Bohemia, particularmente en las personas de Juan
Huss y de Jerónimo de Praga. Ambos confesaron abierta y denodadamente su
simpatía por todo lo que Wycliffe había escrito, y fueron a su vez acusados
como herejes y quemados. El martirio de ellos, en lugar de limpiar Europa de
las herejías de Wycliffe, inflamó las mentes del pueblo bohemio, de manera que
se desató una guerra civil. Pero incluso esto resultó para bien, porque tuvo
como resultado en un gran crecimiento de los llamados husitas. Hubo otros a los
que Dios suscitó durante este período, como John Wessel, el tenor de cuya
enseñanza estaba opuesto a los caminos y máximas de Roma. Según iba
aproximándose la Reforma, se multiplicaban las voces que proclamaban la verdad.
Las
primeras Biblias impresas
Antes de
llegar a la historia de Lutero, podemos mencionar la impresión de la Biblia en
este crítico período de la iglesia. La invención de la imprenta y la
fabricación de papel a partir de trapos viejos durante la última parte del
siglo quince resultó en la impresión y circulación de copias de la Biblia. Los
traductores comenzaron entonces su trabajo, y la Biblia fue traducida por
reformadores individuales a varias lenguas en el curso de unos pocos años. Así,
apareció una versión italiana en 1474, bohemia en 1475, holandesa en 1477,
francesa en 1477, y española en 1478, como si fueran heraldos de la inminente
Reforma.
Martín
Lutero
Es tarea
difícil dar un breve sumario de la vida y multiformes actividades de Martín
Lutero de modo que se pueda dar un justo tributo a su gran obra y preservar, al
mismo tiempo, un equilibrio en cuanto a sus faltas. «Veo en Lutero,» escribió
J. N. Darby, «una energía de fe por la que millones de almas debieran estar
agradecidas a Dios. Y yo puedo en verdad decir que lo estoy». No pueden
abrigarse dudas de que nadie ha sido más usado por Dios durante todo el período
entre la muerte de los apóstoles y la recuperación de la verdad de la asamblea
en la primera parte del siglo diecinueve.
El
estado de la iglesia en la época de la Reforma
Se tiene
que recordar que en la época del surgimiento de Lutero, la malvada introducción
por parte de Roma de un plan de salvación basado en penitencias o indulgencias,
en lugar de la doctrina de la justificación por la fe, había llegado a unas
proporciones espantosas, y daba enorme provecho a aquella culpable iglesia.
Estos ingresos pasaban por las manos de los sacerdotes en cada ciudad y pueblo,
y en la mayoría de los casos la maldad e inmoralidad de los sacerdotes mismos
era notoria. Por ello, difícilmente puede sorprenderse nadie ante la
insatisfacción que se extendía rápidamente en los corazones de hombres de todas
clases. En el lado positivo, el testimonio fiel de los precursores había dejado
una impresión tan indeleble que miles de almas piadosas tenían una premonición
de que iba a tener lugar algún gran avivamiento. Todo lo que se necesitaba era
un hombre que fuera suscitado por Dios para conducir, aconsejar y controlar, y
estas cualidades estaban personificadas en Lutero.
Los
primeros días de Lutero
Lutero,
en cumplimiento de un voto para consagrar su vida al servicio de Dios, dejó la
universidad a los 22 años y se hizo monje. Su diligente estudio de las
Escrituras lo llevó a su profunda convicción de pecado, y trató repetidas
veces, pero en vano, de reformar su vida. Sus esfuerzos y mortificaciones
fueron tan fervientes e intensos como infatigables, pero no surtieron efecto, e
incluso lo aproximaron a las puertas de la muerte. Lutero estaba ciertamente
aprendiendo lo amargo de aquella falacia que pronto sería llamado a destruir. Pero
no estaba destinado a permanecer oculto en un oscuro convento. Después de haber
estado dos años en el claustro, fue ordenado sacerdote, y un año después de
esto fue nombrado profesor de filosofía en la Universidad de Wittenberg. Fue
entonces que surtió en su alma un poderoso efecto el famoso texto «el justo por
la fe vivirá». Cuando resplandeció la luz divina en Lutero, y se convirtió
verdaderamente a Dios, era todavía un esclavo de Roma, y no fue hasta haber
visitado la ciudad papal que comenzó a darse cuenta de sus corrupciones y a ser
sacudido de su adhesión a ella. El mal y la profanidad que Lutero observó en
Roma hicieron una profunda impresión en él. Volvió a Wittenberg lleno de dolor
e indignación y continuó refutando fielmente el error entonces prevalente de
las iglesias de que los hombres podían, por sus obras, merecer la remisión de
los pecados. La firmeza con la que Lutero se apoyó en las Sagradas Escrituras
impartió una gran autoridad a su enseñanza, y se hizo evidente que no se podía
seguir evitando el fatal choque con Roma.
Lutero
condena abiertamente las indulgencias, 1517
Este
choque fue ocasionado por la visita a Wittenberg de John Tetzel, un notorio
traficante en indulgencias. «Os daré cartas,» decía Tetzel, «todas debidamente
selladas, mediante las que incluso los pecados que tenéis la intención de
cometer os serán perdonados. No hay pecado tan grande que no pueda ser remitido
con una indulgencia. Sólo pagad bien, y todo os será perdonado». Así era la
malvada y blasfema enseñanza de Tetzel, y en pocas ocasiones encontró a hombres
suficientemente ilustrados, y más raramente aún suficientemente valerosos, para
enfrentarse con él. Lutero, sin embargo, no dudo un momento en condenar a este
osado impostor, y, no satisfecho con sus prédicas públicas, fue tan lejos como
para clavar sus famosas tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg. No sólo
sirvieron estas tesis para denunciar y condenar la inicua práctica de las
indulgencias, sino que también se profesó por primera vez la doctrina evangélica
de la remisión gratuita de los pecados, sin ayuda alguna de ninguna absolución
humana. Esto tuvo lugar el 31 de octubre de 1517. El efecto fue electrizante, y
las noticias se esparcieron como un incendio por toda Europa. Se tiene que
observar, sin embargo, que Lutero distinguía entre el dogma de las indulgencias
y la enseñanza general del papado. Estaba convencido de que lo primero era
erróneo; pero no estaba liberado aún en cuanto a lo segundo. Por esto, sus
tesis tienen todavía un fuerte sabor de catolicismo. Este hecho explica la
aparente indiferencia con la que Roma recibió las primeras noticias de
Wittenberg y el hecho de que transcurrieran casi tres años antes que Lutero
recibiera la bula de excomunión del Papa. Lo que tuvo lugar en el alma de Lutero
durante este período quizá nunca se sabrá. Fue objeto de muchos ataques,
mientras que desde todas partes se lanzaban contra él vituperios y acusaciones;
incluso sus más entrañables y fieles amigos expresaban sus temores y
desaprobación ante su actuación. Él había esperado que se unirían a él los
dirigentes de la iglesia y los más distinguidos académicos, pero todo fue de
manera muy distinta a lo que se había imaginado. Se sintió solo en la iglesia y
solo contra Roma. No es sorprendente que se sintiera agitado y desalentado y
que comenzaran a formarse dudas en su mente. Tal como él mismo escribió
después: «Nadie puede saber lo que sufrió mi corazón durante aquellos dos
primeros años, la desesperanza en que me hundí ... porque en aquel tiempo
desconocía muchas cosas que ahora, gracias a Dios, conozco».
Lutero
excomulgado en 1520
Pero la
buena mano de Dios estaba detrás de todo ello, porque la gran obra que Él había
comenzado no iba a ser torcida por un desaliento temporal del agente humano que
Él había escogido soberanamente para su promulgación. Al resplandecer más luz
en el alma de Lutero, su fe y aliento aumentaron, y se hizo más evidente su
distancia entre su enseñanza y la de Roma. Gracias al sabio consejo del Elector
de Sajonia, verdadero amigo de Lutero desde el comienzo hasta el final, fue
esquivado un llamamiento para hacerle comparecer ante el Papa en Roma. Esta
doble herejía ocasionó el desencadenamiento de la tormenta, pero su fe en sus
propias convicciones era entonces tan fuerte que cuando finalmente llegó la
bula de excomunión, Lutero la quemó públicamente, y declaró que el Papa era el
Anticristo.
La Dieta
de Worms, 1521
Roma
parecía impotente, y, dándose cuenta de la gravedad de aquel desafío, apeló al
poder temporal, a Carlos V, Emperador de Alemania, para que suprimiera a aquel
problemático hereje. Pero la solitaria voz de Wittenberg no iba a ser
fácilmente silenciada, porque para este tiempo la mayor parte de Alemania
estaba de corazón con Lutero. Además, sus escritos estaban extendiéndose
rápidamente en todas direcciones, y parecía como si Europa estuviera esperando
el resultado de la inminente confrontación. Aunque advertido por muchos de sus
amigos y por masas del común de la gente, Lutero, poniendo sin embargo su
confianza en Dios, decidió acudir a la Dieta de Worms, para responder allí,
delante del mismo Carlos, de las acusaciones que habían sido presentadas contra
él. Inmutable delante del emperador y de toda una corte de duques, príncipes,
condes y obispos, Lutero habló con una calmada dignidad que sólo podía provenir
de mucha lucha privada en oración con Dios. (Nota 3.) Reconoció, de manera
sencilla, el montón de escritos sobre la mesa como suyos propios, y rehusó
retractarse de ellos.
Lutero
denuncia a Roma
Pero
Lutero no podía limitarse a una mera defensa de lo que ya había escrito. En los
términos más duros e irrefutables denunció públicamente todo el sistema del
papado e incluso apeló al emperador para que no permitiera que sus súbditos se
dejaran seducir por tal sistema. «No puedo,» añadió Lutero, «someter mi fe ni
al Papa ni al concilio, porque está tan claro como el mediodía que ambos han
errado frecuentemente y se han contradicho entre sí. ... Aquí estoy. Nada más
puedo hacer. ¡Que Dios me ayude. Amén!»
Para
profundo disgusto de Roma, Carlos pareció quedar influido por la fe genuina del
reformador, y tan sólo consintió a un edicto de destierro. Su propio temor a
Roma le impidió hacer menos. Habiendo de esta manera perdido su presa, el
malvado poder de Roma trató de asesinar a Lutero, pero el buen Elector de
Sajonia lo protegió, y, durante la temporal calma que siguió, Lutero, como
preso dentro de la seguridad del castillo de Wartburg, pudo dedicar su atención
a la traducción de la Biblia.
Zuinglio
y la Reforma Suiza
Mientras
todo esto sucedía en Alemania, se estaba gestando otra obra de Dios igualmente
notable y totalmente independiente en otro lugar de Europa. Tuvo lugar en
Suiza, y el instrumento escogido por Dios fue Ulrico Zuinglio, que era
sacerdote de Roma. Lo mismo que Lutero, Zuinglio había abierto los ojos pronto
a los lamentables males del papado, y, simultáneamente con esto, gracias a la
sabia enseñanza del célebre Thomas Wittembach, aprendió la importante doctrina
de la justificación por la fe, y se dio cuenta, para su asombro, de que la
muerte de Cristo era la única redención de su alma. Al profundizar en este
conocimiento mediante el cuidadoso estudio de las Escrituras, Zuinglio expresó
abiertamente sus ideas acerca de las cuestiones eclesiásticas, y miles iban a
oírle. Su mensaje era nuevo para sus oyentes, y él lo expresaba en un lenguaje
que todos podían comprender, y el pleno y claro evangelio que él predicó tuvo
resultados eternos. Era grande su fe en el poder convertidor de la palabra,
aparte de cualquier esfuerzo del hombre por explicarla, mientras que sus
respuestas apacibles y modestas a menudo desarmaban a sus adversarios. A este
respecto, contrasta notablemente con el rudo y tormentoso Lutero. Se debería
observar que Zuinglio comenzó a predicar el evangelio un año antes que el
nombre de Lutero hubiera siquiera llegado a Suiza, de modo que, como dijo él
mismo, «no fue de parte de Lutero que aprendí la doctrina de Cristo, sino de la
Palabra de Dios».
Diferencias
entre Lutero y Zuinglio
Sin
embargo, había una interesante diferencia entre las enseñanzas de estos dos
destacados reformadores. Zuinglio mantuvo abiertamente que todas las
observancias religiosas que no pudieran ser halladas en la Palabra de Dios, o
demostradas por ella, debían ser abolidas. En cambio, Lutero, deseaba mantener
en la iglesia todo lo que no fuera directa o expresamente contrario a las
Escrituras. Incluso quería quedarse unido a la iglesia de Roma, y se hubiera
contentado con purificarla de todo lo que estaba opuesto a la Palabra de Dios.
La idea del reformador suizo era la restauración de la iglesia a su simplicidad
original. No daba autoridad absoluta a nada que hubiera sido escrito o
inventado desde los tiempos de los apóstoles.
Avances
en Suiza
A su
debido tiempo, el Papa recibió las alarmantes noticias del movimiento en Suiza,
pero en lugar de hacer tronar sus anatemas contra Zuinglio, como había hecho —y
seguía haciendo— contra Lutero, cambió de táctica, escribiéndole a Zuinglio una
carta muy halagadora, ofreciéndole todo lo que estaba en su mano excepto el
trono de San Pedro. Pero Zuinglio no desconocía las argucias de Roma, y no dejó
de darse cuenta del sutil intento de acallar su voz. Al haber rechazado la mano
tendida, pero engañosa, del Papa Adriano, la Reforma en Suiza fue ganando
terreno, dando Dios abundantes pruebas de Su mano poderosa en la gran obra. Se
aprobó un decreto para la abolición de las imágenes, fue abolida la misa, y se
acordó que la Eucaristía debía ser celebrada en conformidad a su institución
por Cristo. Más notable aun, y quizá el golpe más terrible de todos para Roma,
fue la conversión de muchas de las monjas, y su petición al gobierno para que
se les permitiera abandonar el convento. De esta manera, y principalmente como
fruto de las inagotables tareas de Zuinglio, las doctrinas de la Reforma se
extendieron con increíble rapidez, y al cabo de pocos años el culto reformado
estaba firmemente establecido en los tres grandes centros de Zurich, Basilea y
Berna.
El error
de Zuinglio y su muerte, 1531
Pero lamentablemente
Zuinglio pareció incapaz de esperar hasta que el poder atrayente de la gracia
de Dios trajera a todo el país bajo la influencia de la fe reformada. Aunque
seguía siendo un sincero cristiano y ferviente reformador, accedió a asumir el
carácter de un político, lo cual, a su vez, lo llevó a tomar las armas para
defender la verdad que tan querida le era a su corazón. El resultado fue
desastroso. Zuinglio mismo, como capellán del ejército, cayó muerto en batalla.
Revés en
Suiza
La
Reforma en Suiza quedó así tan lamentablemente apartada del buen camino que la
restauración del papismo comenzó de inmediato. Pero los dones y el llamamiento
de Dios son irrevocables, y aunque la obra en Suiza quedó temporalmente frenada
debido a la infidelidad humana, iba a ser establecida más firmemente que nunca
pocos años después por medio de Juan Calvino.
La
traducción de la Biblia por Lutero
Volviendo
a Alemania, todo parecía llamar a Lutero a gritos. Y él oyó este clamor en la
soledad de Wartburg, y no lo pudo resistir. Diez meses después de la Dieta de
Worms, puso su vida en el fiel de la balanza, y aunque seguía estando bajo el
interdicto del emperador (como resultado de lo cual cualquiera que lo
reconociera podría prenderlo) volvió a Wittenberg. Seis meses después su
traducción del Nuevo Testamento fue impresa y dada al mundo. Fue recibida con
gran entusiasmo y no menos de cincuenta y tres ediciones fueron impresas sólo
en Alemania durante los primeros diez años de su publicación. Con la ayuda de
Melancton, el íntimo amigo y fiel colaborador del reformador (Nota 4), poco
después se añadió el Antiguo Testamento, y se ha dicho que el don de Lutero a
sus compatriotas de la Biblia en su propia lengua hizo más por la consolidación
y dispersión de las doctrinas reformadas que todos sus otros escritos juntos.
El
efecto de la Palabra de Dios en Alemania
Desde
luego, aseguró que la base de la Reforma fuera la Palabra de Dios, y no
meramente las palabras de Lutero. Las Sagradas Escrituras —durante mucho tiempo
encadenadas más allá del alcance de las almas sedientas— eran ahora accesibles
para todos. La oposición que esto suscitó en la Roma papal sólo expuso su
inconsistencia, porque el poder de la Palabra tenía que ser reconocido por
aquellos que en la práctica negaban su autoridad.
Las
buenas nuevas de la Reforma se esparcieron por todas partes. Había llegado su
hora, aunque parecía surgir una enorme oposición contra ella desde todos los
rincones. De nada le sirvió a Roma lanzar sus anatemas, aunque lo hizo en inútil
cólera. Sus palabras cayeron en oídos sordos y en corazones preparados por Dios
para recibir en su lugar las verdades emancipadoras que la doctrina de los
reformadores les dieron. Hubo predicadores arrestados, torturados y
martirizados, pero de nada sirvió. La Biblia estaba en manos del pueblo, y la
resistencia era inútil.
La
primera Dieta de Spira, 1526
Para
este tiempo, los tres príncipes más poderosos de Europa, Enrique VIII, Carlos V
y Francisco I, los soberanos respectivos de Inglaterra, Alemania y Francia, se
unieron en alianza con el Papa para la supresión de los perturbadores de la
religión católica. Pero el consejo convocado en la Dieta de Spira tuvo un
resultado inesperado. En lugar de entregar a los reformadores a discreción de
Roma, ¡dio gracias a Dios por haber avivado, en su tiempo, la verdadera
doctrina de la justificación por la fe! A pesar de esta derrota, y frente a
muchos de sus nobles que favorecían la Reforma, el emperador de Alemania
convocó tres años después una segunda Dieta de Spira, en la que exigió el
sometimiento de los príncipes alemanes a la original fe católica. Pero el
emperador ya no podía ejercer una autoridad suprema en cuestiones tocantes a la
iglesia, y el consejo se mostró de nuevo dividido. Para llevar el asunto a una
conclusión, se promulgó un decreto que incluía las exigencias del emperador, y
éste fue firmado por los nobles católicos. Pero el partido reformado de la
Dieta se mostró a la altura de las circunstancias, y, como un solo hombre,
protestaron contra la decisión del consejo.
El
comienzo del Protestantismo
Éste fue
el inicio del Protestantismo y del período de Sardis en la historia de la
iglesia. La Reforma había tomado forma corporativa. En la Dieta de Worms fue
Lutero en solitario quien dijo «No»; pero fueron iglesias y ministros,
príncipes y pueblo, los que dijeron «No» en la Dieta de Spira.
El error
del Protestantismo
Se debe
registrar con dolor en este momento que muchos cristianos, al escapar del
papado, cayeron en el error de poner el poder de la iglesia en manos del
magistrado civil, o de hacer de la misma iglesia el depositario de este poder.
Ya hemos señalado la forma trágica en que esto se vio en el caso de Zuinglio.
Satisfechos así acerca de su propia seguridad, pronto se establecieron en sus nuevos
privilegios en un lamentable estado de inercia espiritual, recordándonos las
palabras del Señor a Sardis: «Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que
vives, y estás muerto». Así, el protestantismo erró eclesiásticamente desde su
mismo comienzo, porque miraba al gobernante civil como aquel en quien residía
la autoridad eclesiástica. El péndulo había oscilado casi hasta el otro
extremo, de manera que, en lugar de la iglesia gobernando al mundo, el mundo
vino a ser el gobernante de la iglesia.
La Confesión
de Augsburgo, 1530
Cuando
los protestantes fueron convocados por el emperador de Alemania para que dieran
cuenta de sus actividades y de sus razones para abandonar la fe católica,
redactaron (bajo la dirección de Lutero y de Melancton) una clara enunciación
de sus doctrinas, que fue presentada en la Dieta de Augsburgo. En los caminos
de Dios, se dio a los protestantes una recepción mucho más favorable que lo que
jamás se hubiera esperado, y muchos firmes partidarios de Roma tuvieron que
inclinarse ante las convincentes palabras y artículos de fe de los
reformadores. Esta puede ser considerada como la ocasión en la que la Reforma
quedó definitivamente establecida en Alemania.
Lutero
era considerado por la multitud como poco menos que un Papa, y parecería que
tendía a caer bajo la influencia de ello, porque se ha dicho que al menos en
una ocasión incluso sacrificó los intereses del evangelio para el mantenimiento
de su propia autoridad. Además, Lutero nunca pudo liberarse enteramente de los
estorbos del papado, y la doctrina de la presencia real de Cristo en la
Eucaristía fue un dogma al que se aferró hasta el fin. Esto le implicó en una
acerba controversia con el gran reformador suizo Zuinglio, al que la doctrina
de la transubstanciación le causaba horror. Pero era demasiado terco para
dejarse convencer, aunque los argumentos de Zuinglio eran claros y
convincentes, e incluso rehusó estrechar la mano tendida de Zuinglio.
Los años
finales de Lutero
Lutero
perdió mucho por su obstinación, y casi parecía que ya se desvanecía la
estrella de la vida del gran reformador; pero el Señor añadió otros quince años
a la vida de Su amado —aunque frecuentemente errado— siervo, durante el cual
tiempo sirvió fielmente de palabra y pluma en la consolidación de la gran obra
que le había sido confiada.
La
Reforma en Europa
Habiendo
examinado con cierto detalle la historia de la Reforma en Alemania y Suiza, y
tras haberla visto firmemente establecida en estos países bien antes de la
muerte de Lutero en el 1546, es necesario hacer una mención expresa de la
Reforma en algunos de los otros países de Europa. El hecho de que una obra
similar surgiera en varios países distintos aproximadamente al mismo tiempo
sólo añade más prueba —si es que se necesitara de pruebas— de que esta gran
obra fue de Dios.
Juan
Calvino
La
Reforma en la Suiza Francesa ya ha sido mencionada en el contexto de su
relación con Juan Calvino. Su nombre y el de Guillermo Farel están
inseparablemente relacionados con la Reforma en la Suiza Francesa y en la misma
Francia. Tan fiera y explícita fue la condena que Calvino hizo de Roma que fue
considerado como un enemigo más peligroso e implacable que Lutero. Con un
cuerpo débil y enfermizo y en una vida relativamente breve, llevó a cabo una
gran obra, pero, por lo que a la verdad respecta, fue más allá que Lutero, y
cayó en un error positivo, especialmente acerca de los sufrimientos de Cristo.
(Nota 5.)
La
persecución contra los hugonotes
En
Francia, el martirio de los cristianos, o Hugonotes, como fueron llamados los
protestantes franceses, fue extremadamente severo. La historia de sus
sufrimientos, en particular en la noche de la terrible matanza de San Bartolomé
en 1572, es bien conocida, y ésta constituye, quizá, la matanza más malvada y
desalmada que jamás haya sido perpetrada, y, como se debe añadir para su
vergüenza eterna, Roma mostró un estridente gozo al recibir la noticia de que
100.000 personas inocentes habían muerto.
Unas
condiciones igualmente trágicas prevalecieron en otros países europeos al avanzar
la Reforma, pero con los mártires del siglo dieciséis sucedió como había
sucedido con los cristianos primitivos: la fidelidad de los mártires tan sólo
fortaleció la obra del avivamiento.
La
Reforma en Inglaterra
La
Reforma en Inglaterra demanda un comentario más detallado, aunque está
entretejida de manera inseparable con la historia secular de la época. Habían
pasado casi doscientos años desde los tiempos de Wycliffe, pero la chispa que
él había prendido nunca se había desvanecido, y, en el siglo dieciséis, iba a
manifestarse como una llama resplandeciente e inapagable.
William
Tyndale
La
primera figura destacable después de Wycliffe en la Reforma Inglesa fue William
Tyndale. Se manifestó públicamente en un momento en que el Cardenal Wolsey, un
implacable representante de Roma, estaba ejerciendo una maligna influencia
sobre el país. Su exhibicionismo lujoso de riqueza y ritual estaba casi
introduciendo una especie de papado en Inglaterra. Sus pretensiones eran tales
que en la época en que el Papa envió una bula de excomunión contra Lutero,
¡Wolsey también le envió a Lutero una suya! Pero Wolsey se excedió, porque el
celo con el que denunció los escritos de Lutero sólo sirvió para atraer la
atención hacia ellos, y tendió a despertar el adormecido interés de los
ingleses y para prepararlos para las doctrinas de la Reforma. La obra de
Tyndale, aunque de enorme significación, fue mayormente desconocida, y, al
sufrir el martirio a los cuarenta y ocho años de edad, su vida de fiel
testimonio no fue larga. En medio de una constante oposición, que le llevó a
huir de Inglaterra, Tyndale, ayudado por su compañero reformador Miles
Coverdale, finalizó una traducción de la Biblia. Su aceptación fue enorme,
porque el pueblo estaba sediento de ella. En un tiempo increíblemente corto se
difundieron copias desde las costas del canal hasta los límites de Escocia. En
Inglaterra, quizá en mayor grado que en el Continente, la Reforma fue llevada a
cabo por la Palabra de Dios. Esto es significativo, porque en Inglaterra no
aparecieron hombres destacados como Lutero, Zuinglio o Calvino.
La
predicación de Latimer
Sin
embargo, lo que Tyndale estaba haciendo de manera silenciosa lo llevaba a cabo
Hugh Latimer con sus sermones. Latimer había sido un partidario tan firme de Roma
en sus primeros años que los papistas creyeron que Lutero había por fin
encontrado su igual, pero cuando llegó el tiempo de Dios, la visión de Latimer
quedó en el acto transformada. Convertido de manera notable durante la
confesión de uno de sus penitentes que había abrazado la verdadera fe
cristiana, Latimer actuó tan denodada y valerosamente en su denuncia de las
doctrinas de Roma como antes lo había sido para mantenerlas. Las amenazas de
los obispos fueron inútiles, y sus sermones fueron empleados para iluminar a
muchas almas. Además, el mismo rey Enrique VIII, que (aunque sólo para sus
conveniencias domésticas) estaba tratando de sacudirse el yugo de Roma, apoyó
la predicación de Latimer. Lo superficial que era este interés de Enrique se
verá más adelante; lo cierto es que tan sólo hacía pocos años lo había sometido
todo al Papa, y fue el Papa quien concedió a Enrique VIII el título de
«Defensor de la Fe», por haber escrito contra las doctrinas de Lutero. Sin
embargo, los papistas no estaban dispuestos a dar un respiro a Latimer, y,
siendo llamado ante el obispo de Londres bajo una acusación de herejía, fue
excomulgado y encarcelado.
La
influencia de Cranmer
Fue
durante esta época que Thomas Cranmer salió a la luz pública. Aunque era
superior a Latimer en erudición, le iba a la zaga en lealtad a Cristo, y pasó
mucho tiempo antes que mostrara la suficiente resolución para librarse de las
redes del papismo. El consejo de Cranmer a Enrique VIII con respecto a su
divorcio de Catalina de Aragón le atrajo el favor del rey, y fue designado para
la Sede de Canterbury. Aunque empleó su autoridad para lograr la liberación de
Latimer, la obra de la Reforma no prosperó tanto como hubiera podido esperarse
con Cranmer en este alto cargo. Desde luego, no apoyó la quema y la tortura de
los herejes, pero era demasiado tímido para tratar de suprimir tales prácticas,
que continuaron de manera alarmante. Fue el mismo Enrique el responsable de
esta cruel persecución. Aunque era Romanista de corazón, y se gloriaba en todo
el ritual, rehusó aceptar la supremacía del Papa, refugiándose en la posición
independiente que había adoptado como cabeza de la iglesia en Inglaterra.
Enrique
VIII persigue a los reformadores
El rey y
el clero llegaron a un acuerdo de un carácter de lo más infame. El rey les dio
autoridad para encarcelar y quemar a los reformadores siempre que ellos le
ayudaran a rescatar el poder que había sido usurpado por el Papa. En 1540 esta
persecución iba a recibir un nuevo empuje con la aparición de los famosos Seis
Artículos. La causa ostensible de esta malvada ley era promover la unidad de
los súbditos de Enrique en cuestiones de religión. En realidad, se trataba de
un sutil medio para poner a los protestantes fuera de la ley. Así, lo que
sucedió fue que la rotura sólo se hizo más grande. Condenaba a muerte a todos
los que se opusieran a la doctrina de la transubstanciación, de la confesión
auricular, a los votos de castidad y a las misas privadas, y a todos los que
apoyaran el matrimonio del clero y dar la copa a los laicos. Cranmer empleó
toda su influencia, e incluso arriesgó del desagrado del rey, para impedir su
aprobación, pero todo en vano. El partido Romanista seguía siendo poderoso, y
el temperamento del rey se hizo más violento que nunca. Latimer fue echado en
la cárcel, y cientos de personas pronto le siguieron.
La
benéfica influencia de Eduardo VI
Al morir
Enrique VIII, Eduardo VI accedió al trono de Inglaterra con la noble ambición
de hacer de su país la vanguardia de la Reforma. Como era sólo un niño de nueve
años en el momento de su coronación, el Duque de Somerset —un genuino
protestante— fue designado como protector del reino. El primer uso que hizo
Somerset de su autoridad fue abolir los odiosos Seis Artículos, y, hecho esto,
dirigió su atención a otras reformas, siendo la más significativa el
levantamiento de la prohibición de la lectura de las Escrituras. El joven rey
mismo no se mostró remiso a encabezar estas acciones, y no menos de once
ediciones de la Biblia fueron publicadas durante su breve reinado.
Con la
ejecución del Duque de Somerset y la muerte de Eduardo a la temprana edad de
dieciséis años, las perspectivas para los protestantes parecían muy
amenazadoras, y de manera particular cuando María accedió al trono, porque era
católica fanática. Bajo la malvada conducción de algunos de los agentes de
Roma, María consintió al deseo del parlamento de abolir la innovación religiosa
que Cranmer y Somerset sobre todo habían introducido, y restauró el culto
público en sus viejos usos.
Martirio
de Latimer y Cranmer, 1555—1556
Como era
de esperar, no tardó en seguir la persecución, y Latimer y Cranmer fueron
quemados en la hoguera. ¡Pobre Cranmer! Timorato e inestable como siempre,
falló en la hora de la prueba y negó la fe. Pero, siempre objeto del amor de
Dios y de la gracia restauradora de Cristo, fue recuperado, y exhibió una
fortaleza en la hora de la muerte que más que compensó por el débil testimonio
de su vida de claroscuros. Pero Dios iba a intervenir en breve, y el paso de la
corona de María a Elisabet señaló la restauración del protestantismo.
El
establecimiento de la Reforma bajo Elisabet
Poco es
el crédito que se le debe dar personalmente a Elisabet por esto. Ha sido
descrita como una reina sin corazón y casi sin conciencia. Podía ser todo para
todos, y a causa de su vanidad fue incluso peligrosamente parcial en favor de
mucho del ritual de la iglesia de Roma. Sin embargo, lo indudable es que la
Reforma quedó establecida bajo su reinado y sobre una base más firme y amplia
que jamás antes.
La
Reforma en Escocia
La
Reforma, al llegar a Escocia, era una necesidad vivamente sentida, porque la
riqueza de las órdenes monásticas se había hecho enorme, y sólo podía
equipararse con la codicia y el libertinaje de los clérigos, mientras que la vida
del pueblo estaba bajo la pesada carga de las exacciones de los sacerdotes. En
Escocia, como en Inglaterra, la Biblia fue enfáticamente la gran maestra de la
nación, aunque los nombres de Patrick Hamilton y de George Wishart siempre
estarán asociados con la Reforma en aquel país. Los dos fueron intrépidos en la
predicación de la verdad, y sellaron su fiel testimonio con su sangre.
Limitaciones
de la Reforma
Es quizá
deseable en este momento pasar a repasar muy rápidamente las limitaciones y
fallos de la Reforma, siempre dando la debida honra a la notable cadena de
fieles testigos que Dios suscitó para llevar a cabo aquella magna obra. La
doctrina de la Reforma expuso que Cristo murió para reconciliar a Su Padre con
nosotros. «Una enunciación,» como ha dicho J. N. Darby, «totalmente errónea,
confundiendo el nombre de relación en bendición con Dios en Su naturaleza;
enseñando lo que la Biblia no enseña, afirmando ellos que la obra de Cristo era
reconciliar a Dios con nosotros, y cambiar Su mente». La verdad de la
proyección del amor de Dios con la libre y espontánea acción de Su gracia y
naturaleza estaba ausente de la teología de los reformadores y de sus credos.
Ellos tenían que «es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado», y creían
en su eficacia; pero no tenían el concepto de «porque de tal manera amó Dios al
mundo, que dio a su Hijo unigénito». Además, predicaban la justificación por la
fe para la liberación de las almas, pero al establecer un sistema enseñaron que
el perdón de los pecados era obtenido mediante regeneración bautismal, y luego
se torturaron tratando de conciliar ambas cosas. La Reforma nunca fue más allá
de la verdad de la justificación por medio de la muerte y resurrección de
Cristo. La formación de la asamblea en relación con Cristo ascendido y el
Espíritu Santo enviado desde el cielo, y la segunda venida de Cristo —primero
para recibir a Sus santos y luego para juzgar al mundo— no fueron ni tocadas.
La
aplicación de la justificación por la fe —una verdad verdaderamente preciosa en
sí misma— era, naturalmente, dirigida al individuo, y este mismo hecho resultó
en la transferencia de poder e importancia de la iglesia al individuo. La idea
de la iglesia como dispensadora de bendición fue rechazada; y todo hombre fue
llamado a leer la Biblia por sí mismo, a examinarla por sí mismo, a creer por
sí mismo, a ser justificado por sí mismo, a servir a Dios por sí mismo, por
cuanto debía responder de sí mismo. El pensamiento recién nacido de la Reforma
—siempre correcto, pero mucho tiempo negado por el Romanismo— era, primero
bendición individual, luego la constitución de la iglesia. Pero lamentablemente
el verdadero concepto de la Iglesia de Dios se perdió entonces de manera total,
y no fue recuperado hasta los inicios del siglo diecinueve. Hasta adonde habían
llegado, los reformadores estaban en lo cierto, pero al perderse de vista el
puesto y obra propios del Señor en la asamblea por el Espíritu Santo, los
hombres comenzaron a unirse y a erigir unas llamadas iglesias según sus propias
ideas.
Iglesias
independientes
Rápidamente
se iniciaron una gran variedad de iglesias o sociedades religiosas en muchas
partes de la cristiandad, efectuando cada país su propia idea en cuanto a cómo
debía constituirse y ejercerse el poder eclesiástico. Esta diferencia de
opinión resultó en los cuerpos nacionales e innumerables cuerpos disidentes,
todos independientes entre sí, que siguen viéndose por todas partes. La mente
de Cristo en cuanto al carácter y la constitución de Su iglesia parece haber
sido totalmente pasada por alto por los líderes de la Reforma en su insistencia
en el gran principio de la fe individual.
Con este
sumario en mente acerca del resultado de la Reforma, podremos narrar tanto
mejor la historia de la iglesia, en particular en Inglaterra, durante los 280
años entre el establecimiento de la Reforma y la recuperación de la verdad de
la asamblea a principios del siglo diecinueve.
El
Concilio de Trento, 1545
Será sin
embargo oportuno decir aquí que en lo fundamental el carácter del Romanismo
quedó sin cambios a pesar de la Reforma. Incluso se aprovechó de las aguas
revueltas, que liberaron a millones de almas de su servidumbre, para enunciar
una clara confesión de su fe. Esto tuvo lugar en el Concilio de Trento, y
aunque se establecieron cánones, o artículos de fe, que eran esencialmente de
carácter apóstata, las decisiones doctrinales a las que se llegó en aquel
tiempo han sido desde entonces consideradas como el sumario autoritativo de la
fe Católicorromana.
Los
Puritanos
Fue
durante el reinado de Elisabet que germinó el movimiento Puritano. El partido
puritano, encabezado por el obispo mártir Hooper, objetaba enérgicamente contra
los hábitos y vestimentas que estaban ordenados para el culto, y muchos
rehusaron ser consagrados en vestiduras llevadas por el obispo de la iglesia de
Roma. Elisabet, como ya hemos mencionado, aunque opuesta al papismo, deseaba
retener tanto como fuera posible de exhibición y pompa, y así surgió una
considerable oposición entre la corte y el partido puritano. Estas diferencias
se agravaron cuando la reina ordenó el mantenimiento de una uniformidad exacta
en todos los ritos y ceremonias externas. Ello tuvo como resultado el que una
multitud de ministros piadosos fueran expulsados de sus iglesias, y que se les
prohibiera predicar en cualquier otro lugar.
Presbiterianos
e Independientes
Frente a
tanta persecución, estos puritanos excluidos se constituyeron en un cuerpo, y,
con el nombre de No Conformistas, fueron aumentando rápidamente en número.
Cuando las vestiduras fueron en general echadas posteriormente a un lado,
desapareció la razón de la disensión, pero los puritanos posteriores fueron más
lejos que sus originadores, y contendieron no sólo contra las formas y las
vestiduras, sino contra la misma constitución de la Iglesia de Inglaterra. Esto
tuvo como resultado la formación de dos grandes partidos, los Presbiterianos y
los Independientes. Los primeros consideraban a todos los ministros en cónclave
como al mismo nivel en rango y función, mientras que los últimos, repudiando a
la vez el episcopado y el presbiterio, mantenían que cada congregación debía
dirigir sus propios asuntos y escoger sus propios cargos, con independencia de
toda autoridad humana.
Intentos
de restaurar la prelatura
Con los
sucesivos reinados de Carlos II y de Jacobo II, se hicieron decididos esfuerzos
por restaurar la prelatura con todo su ceremonialismo papista, y cundió una
gran ansiedad en cuanto a si la Reforma en Inglaterra iba a mantenerse o a
caer, pero, por la gracia de Dios, el corazón de la nación era demasiado
sanamente protestante para someterse, y el enemigo fue derrotado. Jacobo II
abdicó, y el trono fue ocupado por María y Guillermo, Príncipe de Orange. Bajo
su influencia, el trono del Reino Unido fue puesto sobre una base rigurosamente
protestante, mientras que, al mismo tiempo, los fieles Convenanters escoceses
iban a ver el Establecimiento Presbiteriano firmemente arraigado en su país.
Avivamientos
tras la Reforma
Por
cuanto la posición pública de la iglesia permanece muy similar en la actualidad
a como estaba bajo el reinado de Guillermo, esta recapitulación histórica queda
prácticamente concluida. Sin embargo, hemos observado antes que Dios siempre se
ha preservado un testigo y testimonio fieles a la verdad aparte de la profesión
pública, y que nunca quizá se ha visto ello de manera más notable que durante
estos últimos años que hemos estado repasando, y particularmente durante los
últimos cien años. Por ello, debemos referirnos brevemente a algunas obras
independientes de Dios, muchas de las cuales fueron características de los
siglos dieciocho y diecinueve. El siglo dieciocho estuvo marcado por un
avivamiento del arte y de la literatura, y debido a la comodidad y el lujo que
llegaron a ser el principal interés de los ricos parece que se dio poco interés
a vivir las verdades del cristianismo.
La alta
y baja crítica
Lo
cierto es que cuando la erudición invirtió sus energías en cuestiones
religiosas, hacia fines de aquel siglo, se apartó del principio de la fe por el
cual se han de comprender todas las actividades de Dios, e introdujo un sistema
de la crítica que hizo de la erudición y de la mente puramente racional el
criterio por el que se debía juzgar del origen y autoridad de las Escrituras.
Este movimiento comenzó en Alemania y en otros lugares, propiciado por
académicos reconocidos que, en sus escritos, arrojaron dudas sobre la autoridad
de la Sagrada Escritura. Los que pusieron en duda la exactitud textual de la
Palabra fueron llamados «críticos bajos», y los que suscitaron cuestiones
acerca de la credibilidad o paternidad de los libros de la Biblia fueron
llamados los «críticos altos». Los efectos de este movimiento, uno de los más
sutiles que Satanás haya inventado para minar la autoridad de la Palabra de
Dios, se extendieron rápidamente por Inglaterra, con perniciosas consecuencias,
y la apatía que existe en la actualidad en las mentes de la mayoría con
respecto al cristianismo puede remontarse, más o menos directamente, a este
ataque contra las Escrituras.
Los Metodistas
Mientras
se llevaban a cabo estos intentos por derribar el puro cristianismo echando
dudas sobre la autoridad de la Palabra de Dios, el Señor estaba preparando a
Sus siervos escogidos para otro avivamiento de la verdad y una mayor expansión
del Evangelio. Este avivamiento iba a verse primero en las actividades de los
célebres Juan y Carlos Wesley. Con la luz del verdadero evangelio
resplandeciendo en sus corazones, comenzaron a celebrar reuniones privadas para
el avance de la piedad personal. Lo estricto de sus vidas y lo regular de sus
costumbres fue la razón de que se les diera posteriormente a sus seguidores el
título de «metodistas». Al ir creciendo la obra, Jorge Whitefield, un
predicador de gran capacidad, se unió a Juan Wesley, y siendo ambos clérigos de
la Iglesia de Inglaterra, comenzaron a predicar por las iglesias el evangelio
simple y llano. Pero la verdad del perdón y de la salvación por la fe en Cristo
sin obras humanas meritorias era demasiado sencilla y escrituraria para que
pudiera ser tolerada. La Iglesia Establecida, que sólo podría mantenerse fuerte
en tanto que siguiera con energía espiritual aquella verdad que la había
llevado a la confrontación con el papado, había sucumbido a la indolencia, a la
ignorancia y a los lujos que eran la marca de aquella época, y pronto se vio en
un conflicto con los avivadores, y les cerró los púlpitos. Excluidos así, se
vieron obligados a predicar al aire libre, y sus predicaciones fueron empleadas
por Dios para rescatar a las gentes de las profundidades de las tinieblas
morales, llevando a miles tanto en Inglaterra como en América a los pies de
Jesús. Carlos Wesley, que era menos fuerte de carácter que su hermano Juan,
pero posiblemente más afectado interiormente por la gracia de Dios, fue el
compositor de los himnos de aquel movimiento, y muchos de sus himnos están en
uso constante hasta el día de hoy. (Nota 6.)
Mientras
Carlos escribía himnos y Whitefield predicaba el evangelio, Juan devino el
organizador del movimiento, y al conseguirse fondos y propiedades para la obra,
insistió en un control autocrático de la organización. Al principio autorizó
predicadores laicos, pero posteriormente se arrogó el derecho de ordenar clero,
y su sistema, por tanto, fue tan estrechamente alineado al Anglicanismo como el
de las iglesias reformadas lo estaba con el de Roma. Como resultado, no podía
recibirse más luz de la verdad de Dios que la que su sistema permitiera que se
expresara funcionalmente, y esto los limitó al perdón de los pecados y a las
buenas obras. Un río no puede levantarse a mayor altura que su fuente, y por
cuanto la fuente de este movimiento estaba en un gran reformador y no en el
mismo Dios, no es sorprendente que al morir los Wesleys siguiera un deterioro
gradual en su carácter, y cismas que le hicieron perder su significado público,
hasta que encontró su nivel entre las muchas denominaciones de la cristiandad.
Establecimiento
de las misiones extranjeras, 1792
No
podemos entrar en los detalles de otros avivamientos más locales durante el
siglo dieciocho, pero se puede hacer mención de pasada, en este tiempo, de
varias sociedades misioneras extranjeras, especialmente por las actividades de
Guillermo Carey, así como por la inauguración de Escuelas Dominicales para
niños.
El
estado filadelfiano y laodicense de la Iglesia
Fue
aquel un período de considerable actividad evangélica, e indudablemente fue muy
bendecido por Dios. Fue todo claramente parte de la obra preliminar general
anterior a la aparición de lo que podría ser designado como el estado filadelfiano
de la historia de la iglesia, en el que aquellos que mantuvieron la palabra del
Señor y no habían negado Su nombre siguieron el fiel cortejo de los
reformadores y de los puritanos. Todo esto en contraste con el estado externo
de la cristiandad profesante. Laodicea marca la fase final de la historia de la
iglesia como testimonio colectivo de Dios, y se caracteriza no por error
doctrinal o caída moral, sino por su tibieza y satisfacción propia.
El
Movimiento Evangélico
A fin de
evaluar correctamente los varios movimientos religiosos del siglo diecinueve,
es necesario considerar tanto aquellos cuyas influencias y efectos han sido
fácilmente discernibles para el público en general como aquellos movimientos
menos visibles que resultaron de las obras de destacados ministros de la
Palabra de Dios que rehuyeron la publicidad. Si consideramos en primer término
los movimientos más públicos, encontramos los frutos morales del avivamiento
Wesleyano expresado en el movimiento «Evangélico» encabezado por hombres como
William Wilberforce y Lord Shaftesbury, que interpretaron en acciones
políticas, como la abolición de la esclavitud y unas medidas generales de
reforma, las llanas y literales enseñanzas de la Escritura. Estos hombres
fueron una fuerza moral genuina en sus tiempos. En oposición parcial a esta
influencia, se desarrollo el movimiento «Anglocatólico» o «Movimiento de
Oxford», bajo el liderazgo de J. H. (después Cardenal) Newman, E. B. Pusey y J.
Keble. A estos se les llamó «Tratadistas» porque publicaron tratados en los que
impulsaban a los clérigos a la defensa de sus órdenes y argüían que sólo
suscribiéndose a la teoría de una iglesia católica indivisible podrían
preservar sus posiciones y derechos. Este movimiento fue a su vez resistido por
clérigos evangélicos como Charles Kingsley y F. D. Maurice, que junto con
Thomas Hughes constituyeron el movimiento «Socialista Cristiano» de la década
de 1860. Todos estos movimientos suscitaron mucha controversia pública, pero
tuvieron en general muy poco efecto moral permanente en el pueblo.
El
cristianismo y la ciencia en conflicto
Una
agitación mucho más profunda fue la causada cuando la ciencia entró en
conflicto con el cristianismo. En 1830 Sir Charles Lyell publicó sus
«Principios de Geología». Al dejarse de observar la gran discontinuidad
temporal entre el primer y segundo versículos de la Biblia, sus argumentos
fueron aceptados por muchos como constitutivos de un reto válido a la enseñanza
de las Escrituras acerca de la cuestión de la creación, y el espíritu de
escepticismo generado por los críticos altos y bajos recibió un ímpetu
adicional desde esta fuente. Esta tendencia fue intensificada con la
publicación en 1859 de la obra de Charles Darwin El Origen de las Especies, y
de El linaje del hombre en 1871. Aunque estas teorías han sido invalidadas por
posteriores descubrimientos científicos, tuvieron en aquel tiempo el efecto de
sacudir la confianza de millones de personas en la autoridad de las Sagradas
Escrituras, y son mayormente responsables de la general apatía hacia la Palabra
de Dios y de la ignorancia acerca de la misma que existe en la actualidad.
El
Ejército de Salvación, fundado en 1878
Otro
desarrollo público que merece mención fue la formación del Ejército de
Salvación en 1878 por William Booth. Éste fue un poderoso movimiento evangélico
que tenía la intención de recuperar a borrachos y a otros, inmersos en los
vicios del siglo, mediante la ferviente predicación del simple evangelio. En
tanto que el movimiento estuvo sustentado por la fe en Dios y por la adhesión a
sus motivos originales, tuvo gran éxito. La idea del fundador era la de
revestir a cada convertido con un uniforme que lo marcara públicamente como
discípulo de Cristo. Esto frecuentemente llevó a acerbas persecuciones contra
los convertidos, pero era ocasión de un testimonio vivo del poder del
evangelio. Con el paso del tiempo se desvaneció el fervor evangelístico, y el
movimiento se hundió al nivel de una organización de auxilio social, gobernado
por líderes designados bajo el criterio de su capacidad organizativa.
La
verdad en la penumbra
Podemos
pasar ahora a algunos de los desarrollos más desconocidos, pero profundamente
importantes, de la vida espiritual en el siglo diecinueve. A principios de
aquel siglo, el doctor Augustus Neander, un judío alemán convertido en su
juventud al cristianismo, estaba enseñando en la Universidad de Berlín acerca
de las grandes verdades del cristianismo a audiencias electrizadas. Era hombre
de gran erudición y basaba su ministerio puramente en la Palabra de Dios;
actuando de esta manera, avivó muchas importantes verdades que habían quedado
oscurecidas durante siglos. Vio claramente que no había autoridad escrituraria
para un clero que ejerciera un oficio mediador entre Dios y los hombres, y mantuvo
que todos los cristianos eran sacerdotes en virtud de ser habitados por el
Espíritu Santo, y de tener entrada al lugar santísimo de la presencia de Dios.
Sin embargo, no inició ningún movimiento para dar realidad a estas enseñanzas,
y se contentó con enseñar en la Universidad. En Suiza y en Francia el doctor J.
H. Merle d'Aubigné (que había sido discípulo de Neander en Berlín) siguió una
línea algo similar de enseñanza, y dedicó mucho tiempo a recopilar su vasta
Historia de la Reforma.
John N.
Darby, 1830
En
Inglaterra e Irlanda comenzó un movimiento simultáneo entre personas totalmente
desconocidas entre sí. Hubo una obra independiente del Espíritu de Dios en los
corazones y en las conciencias de muchos fieles seguidores de Cristo, entre los
que se podrían mencionar específicamente a John N. Darby, Edward Cronin, John
G. Bellet, Anthony N. Groves y George V. Wigram. J. N. Darby, erudito de
considerable fama y abogado, fue convertido mediante la lectura de las Sagradas
Escrituras. En sus años tempranos aceptó un subrectorado protestante en el sur
de Irlanda, pero más tarde quedó muy impresionado por la verdad de que la
Cabeza de la iglesia era Cristo glorificado, de lo que dedujo que debía haber
un organismo en la tierra, un cuerpo espiritual, en el que Su condición de
cabeza debía ser expresado. El llamado de esta verdad lo llevó a salir de sus
conexiones eclesiásticas, como Abraham en la antigüedad, que, llamado por Dios,
obedeció saliendo sin saber a donde iba (He 11:8). Al mismo tiempo, otros hombres
eran similarmente movidos, por el estudio de la Escritura, a juzgar el sistema
sacerdotal como inicuo, por cuanto todos los cristianos son llevados al mismo
lugar de cercanía y libertad para con Dios por el Evangelio, y por recibir el
don del Espíritu Santo vienen a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Por ello,
todo sistema regido por un sacerdote oficial niega la primera de estas verdades
cardinales, y cualquier asunción de derechos exclusivos de ministerio niega la
segunda.
El
reconocimiento de estas verdades capitales llevó a estos cristianos a dejar
aquellas asociaciones que las negaban, para reunirse en toda sencillez para
participar de la cena del Señor tal como había sido establecida por el mismo
Señor y siguiendo la enseñanza inspirada del Apóstol Pablo. Reconocieron la
presencia personal del Espíritu Santo y Su disposición soberana de poder como
el canal para el ministerio de la Palabra de Dios, mientras que las Escrituras
fueron reconocidas como el único criterio infalible de la verdad y del error.
Este movimiento, que comenzó en Dublín y en el sur de Inglaterra alrededor de
1832, pronto se extendió con considerable rapidez por medio de la predicación
del Evangelio y del ministerio de la Palabra. Así surgieron por toda Inglaterra
y en Francia, Suiza, Alemania, y por todos los países de habla inglesa del
mundo, reuniones constituidas en base de la aceptación del principio de que la
separación de la iniquidad era la única verdadera base para la unidad.
El
avivamiento del verdadero carácter de la iglesia
El hecho
de que esta obra comenzó simultáneamente, aunque de manera independiente, por
muchas partes del mundo, demostró, como había sucedido trescientos años antes
durante la Reforma, que el mismo Dios estaba obrando. Las notas clave de este
avivamiento eran el llamamiento distintivo y celestial de la iglesia (o
asamblea) y la consiguiente necesidad de la separación del mal —tanto
eclesiástico como moral—, mientras que la sencillez y el gozo de los primeros
tiempos de la historia de la iglesia fueron avivados en muchas pequeñas
reuniones.
Las
personas que se reunían de esta manera no asumieron una posición pública, y
permitieron ser llamados simplemente por el nombre de «hermanos». Al aceptar
esta designación, no lo hacían en ningún sentido más estrecho que el comunicado
por las palabras del mismo Señor: «Uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos
vosotros sois hermanos». No iniciaron nada nuevo, ni tampoco trataron de
reformar nada. Sencillamente reconocieron que la asambea seguía ahí, y que
formaban parte de ella, a pesar de la ruina pública.
La
verdad, comprometida
Pero con
el paso del tiempo, las verdades y principios que gobernaban a J. N. Darby y a
otros no fueron mantenidas por todos los que profesaban tomar el terreno de
separación de la Iglesia Establecida y de las denominaciones, y han surgido
varias crisis entre los «Hermanos». La verdad de Cristo y de la asamblea, al no
ser mantenida en poder espiritual, llevó a diferencias de opinión y pronto se
reveló la presencia de algunos que estaban dispuestos a aceptar una norma
inferior o contemporizaciones. Había, por ejemplo, los que mantenían que la
asamblea en su aspecto universal se había vuelto invisible, y que nada quedaba
ahora sino establecer asambleas locales, cada una de ellas completa en sí
misma, y sin responsabilidad para con otros grupos similares. Cada una de ellas
sería así libre de recibir a cada creyente individual, suponiendo que fuera
perfectamente sano en la fe, sin tener en cuenta las asociaciones a las que
pudiera estar vinculado. La verdad de la asamblea en su unidad general —tan
enérgicamente mantenida por J. N. Darby— perdió entonces su lugar debido, se
abrió de par en par la puerta a la contemporización con el mal, y el curso del
testimonio durante los últimos cien años ha estado repetidamente marcado por
conflictos. No obstante, el movimiento original, que siguió al avivamiento de
la década de 1830, se ha mantenido y expandido entre muchos que buscan
humildemente y con la energía de la gracia divina «contender ardientemente por
la fe que ha sido una vez dada a los santos».
El
resultado de este conflicto por la fe y de la actividad de Satanás en su
intento de corromper la verdad se puede observar hoy en todas partes, con la
existencia de docenas de diferentes asociaciones religiosas. Es uno de los
hechos más humillantes y penosos que tales condiciones deban caracterizar los
últimos días de la historia de la iglesia.
La ruina
pública de la iglesia y la pequeñez y debilidad externas de aquellos en ella
que buscan mantener la palabra del Señor y no negar Su nombre, se hacen tanto
más evidentes cuando los contrastamos con las grandes entidades apóstatas, las
cosas del mundo, sean civiles o eclesiásticas, que están creciendo en fortaleza
y magnificencia externas según se va aproximando su día del juicio. Pero todo
ello está en conformidad con la profecía inspirada. Las exaltadas pretensiones
de la gran apostasía están vívidamente exhibidas en las páginas de la Sagrada
Escritura, mientras que no hay ninguna promesa en el Nuevo Testamento de que la
iglesia vaya a recuperar su consistencia y hermosura antes de su
arrebatamiento.
Ésta,
pues, es la posición que nos confronta en el período presente de la historia
pública de la iglesia, y, desde luego, la finalización de esta historia no puede
retardarse ya mucho. En palabras de otro, la iglesia está a punto de pasar de
sus ruinas a su gloria, mientras que el mundo va de su magnificencia a su
juicio.